LIBROS
Gila, lucidez bajo la boina
«El libro de Gila» recoge monólogos, viñetas, entrevistas, textos biográficos y fotografías de un humorista para todas las generaciones
Después de un tiempo escribiendo textos humorísticos y dibujando viñetas para «La Codorniz», Miguel Gila (Madrid, 1919; Barcelona, 2001) pensó que sus monólogos podrían funcionar también sobre un escenario. Era el año 1951: «No podía quedarme en la mediocridad». En la bolsa con la que llegó al teatro Fontalba llevaba un uniforme de soldado y un fusil de madera. Tras presentarse por sorpresa ante el público le preguntó al presentador por la calle de Serrano: «¿Esto no es la salida del metro de Goya?».
Entonces comenzó a hablar. Primero con timidez: «Les voy a contar por qué estoy yo aquí. Yo trabajaba de ascensorista en unos almacenes y un día en lugar de apretar el botón del segundo piso apreté el ombligo de una señora y me despidieron». Las risas le dieron seguridad: «Llegó mi tío Cecilio con un periódico que traía un anuncio que decía: “Se necesita soldado que mate deprisa. Razón: la guerra”. Y dijo mi abuela: “Apúntate tú, que eres muy espabilao”».
En aquella primera actuación, que lo ató a los escenarios hasta el fin de sus días, están algunos de los rasgos más significativos de su vida. Está Madrid, está un oficio de otra época y está la guerra: Gila nació en Chamberí, creció con sus abuelos como un niño «pillo sin llegar a sinvergüenza, y travieso sin llegar a golfo», antes de tener que buscarse la vida ayudando a su abuelo carpintero y después como empaquetador o aprendiz de mecánico. Con 17 años, cuando explotó la guerra, se alistó en el bando republicano, fue destinado a varios frentes y sobrevivió a un pelotón de fusilamiento: «En la guerra hice de todo. Hasta me fusilaron…».
El humor de Gila combinaba el disparate con la verosimilitud de una manera única, como cuando contaba que tardó tanto en nacer que ya ni le esperaban: «Mi madre no estaba en casa. Había ido a pedir perejil a una vecina». Si se ponía boina no era para ridiculizar al cateto, sino para reírse de lo cotidiano. Si se vestía de militar y representaba la guerra como algo absurdo, era porque la guerra es absurda. Gila no contaba chistes; buscaba el lado absurdo de la vida: «A veces en mis actuaciones cuento cosas que me pasaron en el frente, pero las cuento tal cual, porque la vida misma tiende a ser delirante».
« El libro de Gila » (Blackie Books), en una extraordinaria edición a cargo de Jorge de Cascante , recoge a modo de antología monólogos, viñetas, textos biográficos, fragmentos de entrevistas y fotografías de un artista para todas las generaciones. Los jóvenes descubren por primera vez el «¿Es el enemigo? Que se ponga» entre carcajadas, y los mayores recuerdan los tiempos de Gila en radio y televisión. Protagonizó anuncios publicitarios y actuó en una treintena de películas. También escribió libros de memorias con una eficacia y una clarividencia sorprendentes en un humorista que, sobre todo, disfrutaba dibujando.
Ya fuera en Madrid, en Buenos Aires, adonde se marchó harto de un ambiente que se le hacía insoportable, o en Barcelona, ciudad que eligió a su regreso, Gila nunca dejó de dibujar: «No hay para mí un placer comparable al de dibujar». En sus viñetas, protagonizadas por mendigos, niños o ancianos, disfrazaba de ingenuidad un colmillo imperecedero. En 1974 «Hermano Lobo» llevó a portada una viñeta que mostraba a un señor con sombrero ante una multitud. Dos monigotes del público hablan entre ellos: «¿Qué dice?». Uno lleva boina y el otro es calvo y cejijunto. «No sé, es un discurso», dicen. «¡Ah!». Gila dibuja en la cara de los paisanos una sonrisa de oreja a oreja.
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