LIBROS

Steven Pinker contra los frikis del estilo

En «El sentido del estilo», el autor canadiense propone liberarse de los corsés que imponen los manuales de escritura

Steven Pinker MAYA BALANYA
Jaime G. Mora

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Steven Pinker (Montreal, 1954) propondría comenzar esta nota con una frase sorprendente que introduzca el tema. Algo así como: «Escribir es un acto antinatural». Primero debe ir el tema, y después el comentario. A saber: a diferencia de la palabra hablada, la escritura no es un instinto natural. Llevar los sonidos de la lengua a la página en blanco requiere mucha práctica.

Quizá sea este el motivo de que los manuales de escritura sean tan populares, ya sean los seis mandamientos de George Orwell o las guías de autores como Stephen King, William Safire o Elmore Leonard . Y por supuesto «The Elements of Style», el clásico esquema de E. B. White y William Strunk de la primera mitad del siglo pasado que Pinker ve útil, pero también obsoleto.

«Mis reticencias para con los manuales de estilo clásicos me han acabado de convencer de que necesitamos una guía de escritura para el siglo XXI», dice. La propuesta del prestigioso y multipremiado psicólogo cognitivo de la Universidad de Harvard es «El sentido del estilo» (Capitán Swing). El título replica «Los elementos del estilo» de White y Strunk. Frente a las fórmulas encorsetadas de este manual, el autor canadiense defiende la eficacia del «estilo clásico». Estilo clásico es el que se guía por el oído; el que permite al escritor «orientar la mirada del lector de tal manera que este pueda verlo por sí mismo», trata de explicar sin mucho éxito.

Como no es fácil bajar a la tierra un concepto tan abstracto, a Pinker no le queda más remedio que enumerar consejos habituales en otros manuales para hacerse entender: leer en alto los textos para evitar ambigüedades, puntuarlos correctamente... A cambio sí defiende el uso de la denostada voz pasiva o las palabras innecesarias. De nada sirve que una sentencia se ajuste a los sagrados mandamientos si está mal planteada, explica. Antes que la «contabilidad» de las frases está su «geometría». «Los buenos escritores a menudo emplean frases muy largas, y las adornan con palabras que son, estrictamente hablando, innecesarias».

Lo que Pinker nos quiere decir es que escribir es difícil porque pensar es difícil y que cualquier fórmula es válida cuando se logra la claridad y la sencillez. Nada extraordinario.

En la segunda parte del libro, Pinker se lía con las imposiciones gramaticales. En su intento de rebajar las obsesiones de los puristas –«ignorantes ilustrados», les llama–, enreda al lector con fórmulas aceptadas y aceptables en el uso de las comas, adjetivos y otros elementos de la lengua; y enreda también al traductor, que aunque se esfuerza en explicar en español fórmulas típicamente anglosajonas, en más de una ocasión no le queda más remedio que corregir al autor con las reglas que marcan la Gramática y la Ortografía españolas.

«A la hora de considerar los problemas de uso de una lengua, un escritor debe evaluar críticamente las exigencias de corrección, obviar las normas que sean discutibles y elegir opciones que neutralicen valores en conflicto», defiende Pinker. Sí, tiene razón cuando dice que el uso de la lengua no es como jugar al ajedrez, pero olvida que a una torre nunca le permitirían hacer los movimientos diagonales del alfil. Igual que una mujer no puede estar «un poco embarazada», algo no puede ser «muy» o «poco» único. Los criterios ortogramaticales también hacen más eficaz la escritura.

Por mucho que se empeñe Pinker, las manías de los frikis del estilo están justificadas.

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