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Eduardo Mendoza y la felicidad de la escritura. Crítica de «El negociado del yin y el yang»
La denominada por Mendoza como «Trilogía de las tres leyes del movimiento», llega a su segundo título, «El negociado del yin y el yang». Una mirada brillante, en el fondo y en las formas, que sobrevuela las décadas finales de siglo pasado
Aquello que a otros escritores cuesta mucho, parece poseerlo Eduardo Mendoza por naturaleza: la facilidad de la escritura, lo que contribuye a que el lector le acompañe feliz por donde él quiera llevarlo, combinando muy bien el disparatado mundo al que su protagonista Rufo Batalla se ve lanzado por su complicidad con el príncipe Tukuulo, aspirante al reinado de Livonia, y los dominios domésticos y familiares de una Barcelona aletargada a la que la modernidad parecía resistírsele, pero que termina siendo un hogar casi tan necesario como el Barça. Entre ambos lugares, el lejano Oriente asiático, y el cercano del Ampurdán, otra vez Nueva York, que, en esta segunda entrega de la trilogía prometida, se ha convertido ya en melancolía y recuerdo.
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Para la literatura de Mendoza siempre fueron importantes los espacios, por eso l a novela suya es ambulante, errabunda , y sus sucesivas partes ven a Batalla primero en Nueva York, luego, tras un intervalo en Tokio, en el sudeste asiático entre Vietnam y Tailandia, y, finalmente, Barcelona. Los espacios generan metonimias histórico-sociales, desde un exilio neoyorquino durante un franquismo que mantenía a los españoles trasterrados por política o por trabajo en una especie de limbo sin sueño, hasta la horrible modernidad neocapitalista en la que han desembocado dos posguerras del continente asiático: la primera Japón, con un Tokio recorrido con una mirada no turística , sino hondamente sociológica y que no tiene desperdicio por sus reflexiones sobre tradiciones traicionadas. Seguidamente un Vietnam y una Tailandia entregadas a la corrupción más obscena del turismo sexual y los capitales de droga blanqueados.
Juicio desencantado
El guiño que Mendoza hace a Coppola y su «Apocalyse now», a través de lo dicho sobre los helicópteros Cobra, sirve para que se concrete esa mirada agudamente desengañada que la trilogía va acompañando respecto a las revoluciones de los años 60 y 70. Puede que un lector distraído perciba en esta parte solo una novela de aventuras, con naufragios, isla de leprosos y suertes azarosas que implican cambios de fortuna del último momento. Esa narrativa del folletín (que tanto ha gustado parodiar Mendoza siempre) esconde una mirada amarga sobre posguerras siempre perdidas. Si he dicho «amarga» he dicho mal, porque Mendoza huye del moralismo severo como de la peste, pero no deja de entreverse un juicio desencantado sobre las diferentes revoluciones alimentadas por las utopías del siglo XX. La única que se salva, en un quiebro formidable que refuerza la línea autobiográfica ya ensayada en Nueva York, la hace transcurrir, para despistar, en Stuttgart, y tiene que ver con la revolución artística del teatro vanguardista.
Agustín, el hermano tarambana de Rufo Batalla, es escritor de obras casi ininteligibles de teatro del absurdo, que quizá alumbre Mendoza como única revolución salvable de las habidas en las décadas del siglo que la trilogía va recorriendo. Literariamente hay dos rasgos de estilo impagables: la mixtura del humor y la intriga , con la reflexión hecha de pasada pero que esconde una insólita lucidez, también sobre lo que España ha sido en esos años de incertidumbre y transición que el narrador celebra.
Evitar vinagre
El otro rasgo es el cuidado de un castellano muy difícil de lograr porque fluye narrativamente sin aristas, parece prosa destilada de toda pretensión, pero cualquiera que esté familiarizado con Baroja (hay mucho del Baroja viajero en esta novela) o con Galdós (para la mirada sobre lo doméstico-cotidiano) sabe lo difícil que resulta seguirles. Y están por último los personajes disparatados, paródicos, la abadesa clarisa de Tordesillas, o incluso la insufrible Carol, niña bien que ensaya el feminismo descarado de quien tiene dinero para elegir cuanto quiere. Especimen la una de aquella España católica que no fue liberal (aunque la novela juegue a añorarlo) y la otra de una burguesía catalana que ha dejado de serlo , pero que en la novela todavía navega a lomos del hipócrita posibilismo financiero, edificado sobre familias muy tradicionales y ruralismos ampudarneses. Lo difícil es casar todo esto, y Mendoza lo consigue por ese rasgo tan suyo de no sentir nada ajeno y evitar vinagre . Es como si el escritor supiera que lo que le toca hacer ahora es el desmontaje por la ficción de la impiedad de la Historia.