Muere 'Lose': un tipo bajito que pintaba trenes

En el bronco ambiente de los modernos asaltantes de trenes, había llegado a ser tan legendario como llegó a serlo Muelle en el mundo del grafiti de los años 80

Muere 'Lose', leyenda española del graffiti internacional

'Lose', el icono del graffiti, en imágenes

LOSE en acción Jeosm
Arturo Pérez-Reverte

Arturo Pérez-Reverte

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He dicho, a su muerte, que cuando estaba con un aerosol de pintura en la mano David era un hijo de puta, pero era mi hijo de puta. Mi amigo. Lo conocí hace diez años justos. Solíamos cenar con otros colegas suyos — Jeosm , Rise — que también, como él, acabaron siendo míos. Era bajito, duro, audaz, leal y valiente. Un guerrero urbano.

En el bronco ambiente de los modernos asaltantes de trenes, había llegado a ser tan legendario como llegó a serlo ' Muelle ' en el mundo del grafiti de los años 80. Todos en su cerrado ambiente clandestino, desde los toyacos imberbes a los curtidos caimanes de colmillo retorcido, conocían y respetaban su nombre, su tag. Siempre firmaba Lose, pero nunca lo escribió sobre paredes, monumentos o lugares públicos.

«Eso son mariconadas», decía. «Yo soy un bombardero de chapas». Su pasión era infiltrarse en cocheras y estaciones, burlar a jurados y policías, acechar la presa, cobrarla y hacerle una foto. Sólo lo hacía en trenes y metros —las chapas, como él decía—. Sobre todo en los metros, de los que llevaba el cuerpo tatuado con imágenes y se hizo más de ochocientos en toda Europa. De eso poseía el récord absoluto.

Era capaz de viajar sin un céntimo a El Cairo, Budapest o Moscú —imaginen si lo hubieran atrapado allí— , viviendo debajo de un puente, durmiendo en cajeros automáticos, robando los materiales en tiendas mientras acechaba el momento de esquivar la vigilancia y hacerse con la presa, con el trofeo: cinco minutos de gloria y una foto como prueba. La adrenalina. Sus treinta segundos sobre Tokio.

No probaba el alcohol ni fumaba, y tenía una disciplina de samurái. Era un magnífico electricista, y con ese trabajo se ganaba la vida. Él instaló las luces en mi biblioteca y después se negó a cobrarme; pasé meses insistiendo y nunca conseguí que aceptara el dinero. Era orgullosamente insobornable — sólo un plato de fideos al horno en la taberna del Capitán Alatriste podía hacer vacilar su integridad— y tenía una perra a la que adoraba, que era el verdadero amor de su vida.

Me fascinaba escuchar sus aventuras, sus hazañas contadas con asombrosa sencillez, sin darles importancia. No soportaba que lo llamasen artista urbano. «Yo no he sido artista en mi puta vida», declaraba. Su forma de ver el mundo, aquella extraña mezcla suya de ingenuidad y arrojo, me confirmó una vez más que el bien y el mal se entrecruzan siempre en una compleja trama de grises. También me forzó a asomarme, incluso físicamente, al otro lado de la colina. A intentar comprender su extraño y clandestino mundo. No a justificarlo, sino a comprenderlo. Y creo que conseguí: ver, en ocasiones, la vida tal como él la veía.

Jamás olvidaré aquellas noches de infiltraciones y golpes de mano, tan profesionales y eficaces como incursiones de comandos. Tenía unas agallas que no le cabían en la ropa. Era un genio de la acción clandestina y la táctica guerrillera urbana. Lo sé porque vivimos innumerables anécdotas juntos. Como la de aquella noche en que volvíamos de cenar con Jeosm y Rise por una calle oscura, yo caminaba entre ellos, y pasó junto a nosotros un coche de la policía, que se detuvo al vernos. « ¿Todo bien, don Arturo? », preguntaron desde el coche, al reconocerme. Respondí que sí, que todo bien, nos saludamos y siguieron adelante. Entonces David dejó salir el aire que retenía en los pulmones y dijo: «Es la primera vez en mi vida que veo tan cerca a un madero y no salgo corriendo».

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