Muere 'Lose', leyenda española del graffiti internacional
Dedicado exclusivamente al pintado de trenes, su pasión, realizó esta práctica ilegal en convoyes en Londres, Copenhague, Atenas, Nueva York y El Cairo, entre otras capitales
'Lose': un tipo bajito que pintaba trenes, por Arturo Pérez-Reverte
'Lose', el icono del graffiti, en imágenes
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Tenía treinta y nueve años y era electricista. No bebía ni fumaba, porque le importaba su forma física. Era un pequeño atleta. A veces corría como si escapara de una bomba, siempre por la noche: la adrenalina, eso sí era lo suyo. Unos suben el Everest, otros dan la vuelta al mundo, él pintaba trenes allí donde podía. Fueron muchos, muchísimos. Solo trenes. «Chapas», insistía él. Era una leyenda en España. Se llamaba David pero firmaba como Lose. Era uno de los nombres propios del grafiti español, como Muelle, y murió ayer después de un accidente de tráfico y una biografía entre espídica y épica, haciendo buena la máxima de Camus sobre las muertes absurdas (¿cuál no lo es?).
Le preguntaban, a Lose, si se consideraba artista. Él respondía con rotundidad: «Yo no he sido artista en mi puta vida». Quienes lo conocieron lo definen como un «guerrero urbano» o un «enfermo» de lo suyo. Había, dicen, algo noble en sus códigos, más allá de sus faenas, y algo admirable en su determinación, más allá de los resultados, del sentido de lo que hacía. Destacaban su energía, su arrojo, su valor. Nada de eso se apagó con los años. «Se vestía de negro, se peinaba como los comandos. Salía por la noche y se arriesgaba a romperse hasta el alma. Pintar el tren, hacer la foto: era su pasión. Y era el mejor».
Todos le respetaban. Era uno de los líderes internacionales de esta práctica polémica y fue uno de los fundadores del famoso grupo de grafiteros TNT, que luego se fusionó con el también célebre BGS. Comenzó su carrera en el 95, pintando muros, claro, pero pronto se aburrió. En el 99 descubrió «la chapa» en Chamartín y la cosa cambió. «Una vez que empiezas no puedes dejarlo… Aún recuerdo esa sensación de frío, nervios y adrenalina, todo eso mezclado con el olor de la pintura… Muchas veces cuando pinto una chapa en invierno y huelo la pintura recuerdo aquella noche», contaba en una entrevista en 2009 publicada en la revista digital Aerosol.
En su día se convirtió en el hombre con mayor número de superficie de tren pintada en toda España. Puede que aún lo sea: de los que más sigue siéndolo, sin duda. Popularizó aquí el método del palancazo, esto es, activar los frenos de emergencia del metro para pintar vagones durante el tiempo en el que permanece interrumpido el servicio: quince minutos. Y luego la huida, inseparable del asunto.
Usaba las redes sociales para colgar los vídeos (encapuchados) con sus gestas. Llegaban a reunirse hasta veinte personas de diferentes edades tanto de Madrid como de otras comunidades autónomas e incluso del extranjero. Iban con ropa de camuflaje y provistos con pinturas y las herramientas necesarias para forzar la puerta de la cabina de cola del conductor. Elegían con esmero los puntos donde realizaban sus pintadas, teniendo en cuenta la proximidad de una salida de emergencia o de un pozo de ventilación, para facilitar el escape.
«El grafiti es una forma de vida, yo siempre querré pintar, ya sea chapas o muros. Y esta forma de vida me ha permitido traspasar las fronteras de mi barrio y de mi país, y sé que allí a donde quiera ir siempre habrá alguien, algún contacto o algún colega», celebraba él.
Estampó su sello en convoyes en Londres, Copenhague, Atenas, Nueva York, El Cairo o incluso Moscú. Marchaba a esos lugares sin un duro y sin material, para no levantar sospechas, y una vez en el destino lo robaba en alguna tienda. Unos alicates en una ferretería de Budapest, por ejemplo, para pasar una verja. Dormía, cuenta Arturo Pérez-Reverte, que lo conocía desde hacía una década, bajo cartones, pasando frío, al acecho de su presa. Tenía aventuras para no callar nunca, pero había que sacárselas con esmero: en un mundo tan dado a la sobreexposición, su orgullo era hacia dentro.
Se quejaba de que los de seguridad siempre iban a por él, por bajito. A veces se llevaba un nunchaku para espantarlos, pero a veces lo cogían, aunque nunca cantó, a pesar de los golpes. De todos los juicios salió absuelto.
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