VIDAS DE ABC

La historia de Sofía Casanova y su entrevista a Trotsky

La escritora fue la primera corresponsal de guerra española y cubrió para ABC acontecimientos como la I Guerra Mundial o la Revolución Rusa

Sofía Casanova (marcada con una cruz), en un hospital de guerra en Varsovia en 1915 ABC
Mari Pau Domínguez

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Diciembre de 1917. Instituto Smolny, «dependencias del gobierno popular», cuartel general de la revolución que ha triunfado hace apenas dos meses. Cinco de la tarde. «Una nevada densa y callada caía sobre San Petersburgo», anota Sofía en su pequeño cuaderno. No ha querido decirle nada a su familia de la visita, tan deseada por ella como temida, que va a realizar a un lugar apartado del extremo opuesto de la ciudad.

Se ha hecho acompañar por su fiel Pepa. Lleva tantos años con ellos que ni recuerda. Aunque Sofía es una mujer valiente, le parecía temerario ir sola. Lo malo es que Pepa no sabe adónde la lleva su señora y comienza a estar asustada. «Oscuras las calles, resbaladizas como vidrios enjabonados, y completamente solitarias a aquella hora. Atravesamos lobregueces de barrios extremos hasta dar con un edificio enorme». Las dos mujeres llegan en un trineo tirado por un hombre que nada más dejarlas da media vuelta a toda velocidad para alejarse de allí, como si huyera perseguido por el demonio.

Traspasado el enorme portón que da a la calle, unos guardias, paisanos armados, se calientan alrededor de una hoguera.

-¿Qué hacen aquí? -la altura del hombre que pregunta impresiona como un alud en plena tormenta.

-Venimos a ver al comisario Trotsky -responde Sofía sin pestañear-, ministro de Negocios Extranjeros.

El centinela estira el brazo indicándole una escalinata al fondo de una sala en la que dos chicas jóvenes, tres soldados y dos marineros escriben a destajo flanqueados por enormes rollos de papel.

-¿Adónde me lleva, señora? Mire que aquí nos matan, esta canalla está muy armada -se queja Pepa en un gallego tan cerrado y profundo como el miedo-. Mire, me tiembla el pulso.

Un desconocido les entrega dos pequeños trozos de papel timbrado con «el número de piso y el del cuarto donde el compañero Trotsky trabaja». «Es el número 67 del piso tercero», aclara una de las dos muchachas, Sarah Ivanovna. Comienzan a subir la interminable escalera; «¡ay, señora!, que yo no llego arriba, pero ¿por qué hemos venido aquí?», reniega Pepa al tiempo que se sujeta la mantilla, que se le ha descolocado y ahora le atraviesa la frente de una manera tan cómica que Sofía arranca a reír.

-No te quejes tanto, Pepa. Esto va a ser histórico. El hombre al que conoceremos es el más interesante de los compañeros de Lenin.

-¿Histórico? Ya lo creo, pero no sabemos si para bien, o si para mal… -da la sensación de que su marcado acento gallego se estrecha en la misma proporción en la que se ensanchan sus temores.

Los centinelas que custodian la puerta del cuarto de Trotsky, al saber que son españolas, empiezan a hablar de mujeres, aumentando la preocupación de Pepa:

-Sé muchas cosas de España. ¡Sobre todo de sus mujeres! Como aquella que…

-¡Aagg!

«Nos espera Trotsky»

En ese momento la criada, aferrada fuertemente a la espalda de Sofía, lanza un grito al haber quedado todo a escuras. La corresponsal conserva la calma durante los segundos que tarda la luz en volver. Un soldado de correctas maneras (nada que ver con el lenguaraz del centinela) las conduce por «una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a la izquierda, en un gabinete chico, nos esperaba Trotsky». Casanova está ansiosa por poder hacer anotaciones en su cuaderno. No sabe por qué en ese momento, allí, con el revolucionario a un palmo de ella, recuerda la carta que le llegó a Varsovia de puño y letra de don Torcuato Luca de Tena mostrándole su profunda admiración e invitándola a escribir para ABC.

Trotsky se levanta. Pepa da un paso atrás y a Sofía, emocionada por la circunstancia excepcional, se le acelera el ritmo del corazón. El ministro y Casanova se sientan frente a frente en sendos sillones, mientras Pepa les observa desde un sofá.

Su voz era agradable. Se expresaba en francés, como después recogería la corresponsal con literalidad: «Conozco España; es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos, aunque la policía me trató mal. He visitado Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba, a la sazón, en un sanatorio. Sentí dejar España».

Calla y le clava la mirada antes de seguir:

-El mundo está hambriento de paz. Nuestra política es la única que puede hacerse al presente -dice Trotsky con gran convencimiento.

La conversación se prolonga largos minutos. La gran observadora que es Sofía Casanova se fija en «la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino».

En el antro de las fieras

Tras despedirla, Trotsky, hombre de «cansados párpados y aguda mirada», vuelve a su asiento e inclina de nuevo la cabeza sobre los documentos en los que estaba trabajando. La misma estampa que cuando ellas llegaron. La imagen de una fiera amansada. «En el antro de las fieras existe menos disparidad entre ellas y aquel que existía en el palacio de la Duma. Impresiona y desasosiega el Instituto Smolny y sus moradores, porque es un foco de anarquía y porque la ignorancia y el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales, arma sus manos con el ensañamiento demoledor».

-¿Cree que este tal Trossky, o como se llame, es un hombre inteligente como para majear todo este embrollo? -pregunta, inocente, Pepa.

Casanova respondería en su impactante crónica con estas palabras: «No se revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irreemplazable en la Rusia actual».

Un ser diabólico

-Por momentos he tenido la sensación de estar conociendo a Mefistófeles..

-¿Y ese quién es, señora?

-Digamos que una especie de diablo.

-Lo dice usted que es un ángel -responde Pepa.

-Qué cosas tienes, ¡anda y no te pares! Tenemos que salir pronto de aquí.

-Uy… nunca la he visto tener miedo. ¿Es que estamos en peligro?

-En peligro hemos estado desde que nos dejaron cruzar el umbral.

-¡Que sí, que usted es buena! -insiste-. Que me acuerdo de cuando estuvo en el congreso aquel de la tuberculosis hace… -le cuesta hacer memoria- ¡Fue hace seis años, en Barcelona!

-¡Y allí tenía que haberme quedado! -Sofía camina mirando en todas direcciones pero de soslayo, para no asustar aún más a Pepa-. O, mejor aún, en Galicia. ¿Quién me mandaría a mí salir de mi querida Galicia de mi alma para meterme en tanto lío como me he metido en esta vida?

-¡Y lo que nos queda! -suspira la criada antes de santiguarse-. Pero si hasta la mismísima Reina doña María Cristina le reconoce a usted el mérito de interesarse más que nadie por los necesitados y los enfermos.

Sofía mira al suelo. Sus huellas han quedado impresas sobre la blanca superficie como pequeños abismos labrados en el grueso de la nieve. En ese instante en el que se sabe libre del alcance de Mefistófeles cierra los ojos y una lejana mirada la sumerge en el verde de los prados y el azul de la ría... aquellas aguas de la apacible añoranza tan lejana a la Revolución y a las guerras. Tan lejana a todo...

Quiero, Galicia, en tu adorado seno / mi tristeza cantar: / tú, que vives cual yo desventurada, / tú me comprenderás.

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