David Gistau

La confusión del mundo

Durante algunos años, desde 2013, Gistau compartió su mirada con los lectores de ABC

David Gistau, Jesús García Calero, Arturo Pérez-Reverte y Javier Ors, en la presentación del libro «Sabotaje», del académico, en París JEOSM
Jesús García Calero

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Las palabras parecen alfileres. Los periodistas somos una mierda de entomólogos, casi nunca llegamos a preservar el brillo de los momentos que narramos. Muy pocos, pocas veces, lo logran realmente como lo ha hecho David Gistau . Siempre quedan cosas en el tintero. Aquí las palabras están contadas . Pinchan mientras las tecleas, hoy tratando de rebuscar las que despidan a uno de los mejores y más esclarecidos periodistas de nuestra generación y también afable compañero en ABC: Gistau, el que decía que en periodismo el afecto es displicente, que el verdadero reconocimiento es el odio, lo que será verdad en otras trincheras, pero no en esta. No mames, güey.

Estuvo en estas páginas, las hizo mejores y más divertidas , porque su estilo era la pura mirada hacia las cosas. La que brota mordaz y deslumbrante, natural como una respiración -esa que hoy nos falta- después de mil lecturas, viajes, bromas, conciertos, cierres, crónicas, carcajadas… Un escalpelo limpio y esa fuerza de la ironía incruenta manejada con audacia ayudan en sus textos a poner un rato en claro la confusión del mundo. Qué difícil es eso. Ahí te quedas un momento a pensar, a vivir, a brindar ante del espectáculo de la vida. Va por ti. Gistau traía referencias infrecuentes, no las manoseadas, políticas y literarias en política, rockeras y deportivas en otros escalones. Él no. Escupía al sobado «lampedusiano» y daba la verdad por muerta al salir una mañana del Congreso, pero al instante mezclaba a Maradona con Napoleón (en un manicomio imaginario, claro).

Le hemos visto hace poco, en blanco y negro, en el cameo de «El crack cero» de Garci (crack tenía que ser), comentando un combate de ficción con esa luenga barba que se pelaba como Hemingway pero estoy convencido de que ponía a remojar como Orson Welles . Tan fácil. Escapaba una noche de copas con los Gallagher para buscar Oasis lejos de una mala tarde del Madrid o abjuraba de los sofocones en la garita del nuevo periodismo o de la nueva política, «tan iguales hasta en la petulancia». Ni posverdad ni posmentira, ni estupor, ni impostura: Gistau, boxeo de sombra con las palabras, mentón fuerte y ligero de pies. Hasta ayer.

Con inteligencia y unas gotas de terapéutico cinismo fue recibiendo desde sus columnas la fiebre del sectarismo rampante que vivimos. Recuerdo que le apenaba el podemita que sostuvo la tricolor durante un largo discurso del Rey, porque al no ser reprimido se le cansaron los brazos, le temblaban y el gesto desafiante decayó. Frente al progresismo dictatorial que declara malditos los temas patriarcales, los libros cipotudos, las aficiones que no desdoblan el lenguaje inclusivo , como los toros, frente a ese feminismo o cualquier ismo radical, se carcajeaba repasando los lomos en sus estanterías, imaginando cuántos libros acabarán quemados si todo sigue así en esta España bituerta: «Quién nos iba a decir que la biblioteca se nos iba a poner tan emocionante . Mira Arturo, qué potra, superventas y proscrito a la vez», guiñaba con bastante coña (con perdón) a su amigo.

No mucho después de llegar a ABC, mi teléfono sonó y la pantalla mostraba tu nombre, Gistau. Videollamada. Apareció tu pequeñajo: ¡Hola! saludando con voz blanca y agitando una mano frente al smartphone puesto sobre una mesa. Y llegaste tú, desde algún extremo de la habitación con una mano extendida y la barba en contrapicado: ¡No le des a llamar!, y todos nos reímos un buen rato. Poco después te pedimos que fueras a la feria de arte contemporáneo ARCO . Hace ahora justo seis años, y recomiendo a los lectores que busquen el reportaje «El tanque de Marinetti» … En la entrada, por casualidad, había un tanque que iba a otra feria, la de los Infantes de Marina, y desde ahí, paso a paso, quedaba recompuesto todo el compromiso crítico y la impostura de tantos artistas pingües . Como un Greystoke invitado a la cena de Estado de los curators te sentías. Una fuerza de la naturaleza periodística y del sentido común. Ojalá hubieras escrito más veces aquí.

Pero atendías el Congreso, la política, el fútbol y el boxeo, además de las columnas, donde le pisabas un callo o hacías de vez en cuando la ecografía a algún político. Bordabas esa mezcla de maravillas y baratijas que ofrecemos a los lectores, en brillante desorden, tal como vienen en la vida, porque son imagen del mundo, en el que está el Prado y el «Sálvame Limón». Lo mismo hablabas de una adolescencia de baloncesto y bocata -las migas que se limpian con el dorso de la mano, los ligues en la boca-, que hacías un reportaje sobre lecturas elegidas por los líderes de los partidos para las vacaciones de verano . Ahí más que reportero soñado fungías como el detective del postureo . Todo era humano, demasiado humano, todo interesaba otra vez, con otra voz, genuina, tuya, parte de esa generación que encontró la libertad como una infraestructura tan cotidiana como las autovías y el AVE pero llegó a ser consciente de su fragilidad.

Pocos han ejercido esa libertad con tanta facilidad, tan a flor de piel, sin tonterías. Tonterías las justas, como un escritor multitarea, como un padrazo que no hallaba mejor palabra que el asombro ante las cosas, que lo revivía como el chavalín que vacía su bolsillo de cromos y calderilla, y siempre, además, ve caer unos granos de arena. ¿De dónde salen? No percibimos ese aviso del reloj, siempre dando el futuro por supuesto, con las palabras contadas.

Hace poco más de un año paseamos por el viejo París, en la presentación de «Sabotaje», de Arturo Pérez-Reverte . Íbamos, entre bromas, levantando en serio la piel de la ciudad para recordar el hervidero de pintores y novelas que se respira todavía en las calles hasta llegar a la puerta del viejo estudio de Picasso -7, rue des Grands-Augustins- donde el espía Falcó tuvo como misión (literaria) sabotear el «Guernica». Mirando a la ventana picassiana en lo alto de la casa no nos dábamos cuenta de lo que pasaba delante de nuestras narices: un anciano real, agobiado, que se había quedado encerrado en el patio porque no recordaba la clave del portero automático, «el incidente del anciano a mediodía» que daba inicio a tu crónica.

El reportero que escribió la novela «Golpes bajos» hace apenas tres años podía apuntar al dictado los sueños del chaval que se siente promesa en el boxeo del barrio del Lucero y seguir los taconazos de una reina de prensa rosa venida a menos por Serrano. Vadeabas la M-30 de Madrid como un Río Grande de wéstern , como una frontera, pero tan lejos del tiempo de silencio de los padres progres o los hermanos jipis, más bien silbando a Sabina en los atascos y en los desencantos. Ahora sigue tu viaje, dejándonos el cierre a nosotros, con este vacío de palabras que aún son alfileres.

Una de las veces que te vi no quise saludarte . Calle Goya, domingo de libranza, diciembre de 2017, junto a la puerta de un cine. Salías con tu hijo de ver «Coco», la película de Pixar que nos explica la muerte como una convivencia, como sonrisa esdrújula con tildes y lágrimas. Ibas hablando con tu hijo de allí donde llega la frontera española en el reino de la muerte. Está claro que sabías de lo que hablabas. No quise interrumpir. Hasta esos deberes de padrazo has dejado bien hechos. No hay más que explicar. Descansa. No nos leas.

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