Papel de fumar

‘Licorice Pizza’: el placer no necesita explicación

«A veces uno (yo, por ejemplo) sólo quiere subirse a una mirada y dejar que pase el tiempo. A veces el cine es un ambiente: un lento flotar en una cama de agua, una noche en los recreativos, el calor pegajoso de agosto, las idas y venidas del amor. Quién quiere un argumento teniendo esto»

Bruno Pardo Porto

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A Paul Thomas Anderson, director de ‘ Licorice Pizza ’, le han preguntado por el personaje racista de su película, un hombre que se reía de los japoneses (de las japonesas, más bien). «¿Cuál es el problema? ¿El problema es que era un idiota diciendo estupideces?», respondió él. «El problema es que su racismo podría dar permiso a la gente para reírse del estereotipo, en lugar de su estupidez», le explicó el muy concienciado periodista de ‘IndieWire’. Es curioso que entre todas las escenas de la película que pudieran ser motivo de polémica precisamente se haya elegido una broma para el señalamiento. Esto dice muchas cosas de nuestro tiempo, pero todas muy aburridas.

El logro de ‘Licorice Pizza’, que es lo importante, es esa sensación de terminarla y tener la certeza de que va sobre nada. Puede parecer que es ‘Lolita’ del revés, o una revisitación de ‘Peter Pan’, o hasta un anuncio para emprendedores, pero no es así. Lo expuso el otro día con gracejo Nacho Vigalondo en ‘La Cultureta’: el tema de las películas de Paul Thomas Anderson es uno y solo uno, y es el de qué buen cineasta es Paul Thomas Anderson. No es poco. A veces uno (yo, por ejemplo) sólo quiere subirse a una mirada y dejar que pase el tiempo. A veces el cine es un ambiente: un lento flotar en una cama de agua, una noche en los recreativos, el calor pegajoso de agosto, las idas y venidas del amor. Quién quiere un argumento teniendo esto.

Los personajes, aquí, no paran de correr, tal vez porque intuyen que la vida es algo que se escapa, o mejor aún, porque se saben libres: pueden ir a cualquier parte, quieren ir a cualquier parte, necesitan ir a alguna parte, por eso acaban en sitios tan extraños. Lo mejor es esa inocencia que desprenden, como si el mundo entero estuviera por estrenar, como si el mal solo fuera de los tristes. Hay un momento genial en el que la pareja está desayunando, y de pronto escuchan por la televisión las noticias de la crisis del petróleo. Ella, que tiene diez años más que él, se preocupa mucho. Él no entiende por qué: aún no sabe que el caucho de las camas de agua que vende viene del petróleo. Qué feliz es la ignorancia. Y qué pronto se rompe.

Hay muchas sutilezas en la película. De hecho, si hay un motor en la pantalla es el de los sobreentendidos, el de la elipsis, porque nunca nadie dice todo, y ahí está la gracia del asunto. Paul Thomas Anderson terminó contestando al muy concienciado periodista que no tenía muy claro cómo separar sus intenciones artísticas de las lecturas que hiciera la gente. Fue muy educado. Por ahí (por Twitter) también le han reprochado que endulce una relación tóxica, o que idealice una década con su nostalgia… En fin. Da igual. El mejor comentario es el más humilde: «Me ha gustado y no sé por qué», confesó un amigo cuando se encendieron las luces. El placer no necesita explicación, al contrario que la indignación, que siempre viene seguida de un manual de instrucciones. Por eso las críticas que triunfan son las negativas. Las más fáciles.

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