Papel de fumar
La infancia arrebatada según Sorrentino
«'Fue la mano de Dios', igual que la vida, empieza siendo una comedia ligera y acaba revelándose como otra cosa más compleja. Dura ciento treinta minutos: lo que se tarda en comprobar que de la infancia no se sale. Que te echan a golpes»
Hay muchas excusas para subir a alguien a casa, pero ninguna tan genial como la que la baronesa Elisabetta Focale utiliza con el jovencísimo protagonista de ‘Fue la mano de Dios’: «Fabietto, ha entrado un murciélago en el comedor, ¿podrías cazarlo?». Cómo negarse, claro. Hay que imaginarse a la señora minutos antes, celebrando esa sombra voladora como si fuera el Gordo de Navidad y pensando para sus adentros: por fin, esta es la mía. El chaval pasa y comprueba que no miente, pero para cuando se quiere dar cuenta está en su cuarto, cepillándole la melena en una escena cargada de tensión hasta las trancas. «Muy bien, ya basta», dice ella pasado el rato. Él se levanta anunciando su intención de marcharse, pero en un giro de guión mareante escuchamos: «De eso nada, ahora tienes que peinarme la grieta». El resto es historia del cine.
La nueva película de Sorrentino (ya en Netflix) viene a ser una crónica bella y terrible del fin de la adolescencia, un hurgar en la memoria y en la herida buscando el momento (los momentos, porque esto se conjuga en plural) en el que el mundo dejó de brillar con la inocencia, de ahí que la luz se vaya enturbiando con el paso de las secuencias. A Fabietto –trasunto del director, por lo visto– lo conocemos risueño, enamorado de su familia imperfecta y estrambótica, sobre todo de su tía explosiva, y lo despedimos resignado, huyendo del hogar, exhausto de tanta rabia. La cinta, igual que la vida, empieza siendo una comedia ligera y acaba revelándose como otra cosa más compleja. Dura ciento treinta minutos: lo que se tarda en comprobar que de la infancia no se sale. Que te echan a golpes.
Es muy violento, crecer. No por la pérdida de la virginidad (aquí grotesca y ridícula, casi como un mito de la caverna actualizado) sino por el encuentro con el desamparo. Aprendes la verdad y descubres la mentira, tan humana, tan nuestra, tan pública y tan privada. Amas con locura y te sacude la muerte, siempre inexplicable en lo más hondo. Vas a pedir consuelo, pero no tienes a quién, o peor, no sabes cómo: nadie te entiende. Lo que queda en pie después de eso eres tú, un ser que se busca tropezando en sus escombros. Por eso acabamos en lugares tan extraños. Hay que entenderlo.
Fabietto pasea su resentimiento por la ciudad. Quiere algo, aún no sabe el qué. Sigue rumiando lo ocurrido (una tragedia), con la mirada perdida entre el odio y el recuerdo, posada en la nada, un vicio peligrosísimo del que muchos no salen. Así está hasta que la baronesa le ofrece el cigarro de después: «Fúmatelo, es la mejor parte del sexo». Él lo acepta y, muy torpe, promete mejorar. «La próxima vez lo harás con una chica de tu edad. Yo he terminado mi función», le contesta la veterana. «¿Cuál es su función?», insiste él. «Ayudarte a mirar al futuro». También se aprende a decir adiós.
Al salir de allí lo intuye: la vocación, algo a lo que agarrarse y sobre lo que fundar su ser. Parece destinado a la sensibilidad, él, como Jep Gambardella, y aquí el verbo es fundamental, muy cerca de lo inevitable, de lo maldito, del dolor: hay quien puede olvidar, o aprender a vivir con la pérdida, otros necesitan contarla. Ese es el gran truco final del chico: seguir adelante, pero sabiendo que algún día filmará su historia. Es la única forma de recuperar lo que le arrebataron.
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