ESTÉTICA. La iconografía siniestra resulta, desde hace cuatro décadas, inconfundible.
Cultura

Belleza maldita

Una exposición en la Tate Gallery muestra los orígenes de la estética siniestra, nacida en el XVIII aunque la moda, el arte y la música la presenten como una tendencia novedosa

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Desde los años 50 se ha desarrollado una personalidad supuestamente enfermiza en muchos miembros de las generaciones más jóvenes, a quienes lo monstruoso, lo siniestro, lejos de parecerles repulsivo, les atrae. De algún modo, es una reacción catártica contra los am-bientes demasiado represivos. También podría entenderse como una actitud de repulsa hacia la aparente normalidad social, asediada por miles de temores (enfermedad, paro, inmigración, terrorismo...). Muchos monstruos o seres deformes aparecen en co-mics o películas como marginados a los que da vida la misma sociedad que después quiere acabar con ellos.

Comparados con amenazas reales como las imágenes de la guerra en Irak que vemos a diario en la televisión o en los periódicos, las hambrunas y sus numerosas víctimas en bastantes países africanos o catástrofes como la de Chechenia, cualquier joven con apariencia siniestra sólo puede resultar enternecedor. Ni siquiera los antiguos monstruos consiguen ya darnos miedo. Incluso los niños ya han aprendido a reírse de Drácula, Frankenstein o el hombre lobo, gracias, entre otros, al cineasta Tim Burton, al dibujante Edward Gorey o al cantante Marilyn Manson.

Hacia finales de los 50 aparecen publicaciones sobre monstruos dirigidas a adolescentes; comienzan a comercializarse réplicas de juguete de los monstruos más po-pulares, que se convirtieron en compañeros inseparables de bastantes quinceañeros; y pronto se emitirían series como Los Monster y La familia Addams, en las cuales se mostraba la vida diaria de dos clanes de muertos vivientes. Puede decirse que, a partir de entonces, los monstruos se instalan como personajes normalizados en nuestras existencias.

La libertad del monstruo

Los seres más siniestros exhiben la libertad y la desinhibición que brillan por su ausencia en la vida real. Bastantes jóvenes únicamente encuentran consuelo en todo lo relacionado con el género de terror o en los desmadres que se organizan durante la noche de Halloween, al quedar abolidas de forma momentánea ciertas reglas. Los disfraces despiertan sus sentidos adormecidos, sirven para conectar a quienes viven en su propio universo, alejados de los demás.

En buena medida, la estética gótica de bastantes jóvenes muestra lo que un cuarto o una casa aislada pueden provocar en un adolescente, el contraste que pueden causarle con respecto a sus semejantes. Reparando en su apariencia, uno entiende la contradicción que exhiben muchos chicos introvertidos que salen, sin embargo, a la calle con ropas de apariencia agresiva, quizás porque es su única defensa, la mejor forma de mantener a los demás alejados o de prevenirles por si intentan hacerles algo malo. Uno percibe entonces la terrible soledad de los monstruos, de esos seres que no quieren ser malos pero a los que las miradas y el desprecio de sus semejantes conducen a un callejón sin salida, o del que a veces sólo pueden salir la violencia.

Si a los seres deformes y siniestros se les mantiene en los márgenes, es porque con su presencia amenazan la pureza de ciertas ideas. Mezclarse con ellos supone demasiados riesgos, de contaminación, de caos. La gente teme perder las escasas certezas que tenía hasta ese momento.

Pero todas actitudes, que se asocian a nuevos fenómenos del cine, el rock o la moda, tienen, en realidad, más de dos siglos de vida. Para demostrar que lo siniestro y lo tenebroso tienen muchas décadas de vida, una de las principales pinacotecas del mundo ha decidido hacer un recorrido por esta forma de arte.

Esa es la principal intención de William Blake y Henry Fuseli, dos pintores a quienes la Tate Gallery les dedica en estos momentos la exposición Gothic Nightmares (Pesadillas góticas), donde se puede apreciar el embrión de las obras de Mary Shelley, William Beckford, Odilon Redon, Edvard Munch, Angela Carter, Patrick McGrath, José María Latorre, Pilar Pedraza, Damian Hirst o Marc Quin, cuyas obras ponen de manifiesto la fragilidad y la relatividad de nuestras identidades.

La temática y estética de lo gótico tiene su partida de nacimiento en 1782, cuando el pintor Henry Fuseli colgó su cuadro The Nightmare (La pesadilla) en una muestra de la Royal Academy de Londres. Así lo reivindica la exposición Pesadillas góticas, abierta en la Tate Britain (www.tate.org.uk) hasta el próximo lunes, que analiza el origen y desarrollo de este fenómeno creativo entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, así como la influencia posterior de algunas de sus imágenes en el cine.

Según el programa de la exposición, «gótico es el nombre dado al arte y a la literatura que tratan el terror y lo sobrenatural, a me-nudo en escenarios medievales. Lo gótico es un fenómeno complejo, que engloba una revalorización de la literatura y la arquitectura medieval, nuevas ideas filosóficas y estéticas, y las in-fluencias de unas realidades económicas y sociales cambiantes».

El gusto por lo tenebroso no era algo nuevo en el arte, pero se ha-bía reservado a visiones relacionadas con la mitología, con el An-tiguo Testamento y, en el caso británico, con determinados personajes históricos de Shakespeare. La sorpresa e inquietud con que fue acogida La pesadilla de Fuseli se debió a la novedad de presentar una situación contemporánea que no remitía a ninguna

El estremecimiento lo producía la imaginación de un mal sueño que podía afectar a cualquier persona, de forma que el mundo de los espíritus no era ya algo re-cluido en un extraordinario pasado, sino que afloraba por las rendijas de la cotidianidad del mundo presente.

Sigmund Freud se sintió atraído por el inquietante cuadro de La Pesadilla, una copia del cual la colocó en su despacho de Viena, y la cinematografía ha reproducido la escena de la joven tumbada en la cama, medio caída hacia un lado, en películas como «El cabinete del doctor Caligary» y la primera versión de «Frankestein».

El horror pintado por Fuseli, William Blake y otros contemporáneos, con sus tintes oscuros y criaturas sobrenaturales, provocó un notable interés curiosamente cuando el entorno cultural de la Ilustración certificaba la defunción de la creencia en brujas y espíritus. Algo parecido ocurre en la actualidad, cuando la superstición y el interés por el ocultismo crece en una sociedad oficialmente positivista.

Así lo considera la artista y escritora Audrey Niffenegger en un artículo sobre la exposición de la Tate, en el que señala que «la testadura persistencia del arte que llamamos gótico es el testimonio de nuestra necesidad de una estética de la muerte». Según Niffenegger, «queremos que haya algo más allá del mundo cotidiano de superficies y objetos; en el arte y la literatura góticos, la muerte no es necesariamente muerte real, los espíritus nos saludan desde el más allá, las sepulturas rebosan de fantasmas y personas resucitadas». En su opinión, el éxito de lo gótico radica en que «quizá no somos seres perfectamente racionales».y la relatividad de nuestras identidades.