DE UN DÍA PARA OTRO

Lágrimas de purpurina

La ligereza tiene tan mala prensa que parece obligatorio cargarla de trascendencia, en el Falla, en el Carranza o en Eurovisión

Un aficionado, nervioso al final del Cádiz-Real Madrid de este domingo en el Nuevo Mirandilla. Nacho Frade

J. Landi

La levedad pesa en la conciencia. La necesidad de alivio y evasión viene desde la cueva. Parque Genovés o Altamira. Que levante la mano la persona que no precisa de interruptor para cortar un rato el pensamiento circular, el pesar por adelantado, rumiado. Una telenovela turca, un partido, una película rara, La Callas, el gimnasio, Instagram, un concurso de canción pop o copla costumbrista. Qué cambia.

La persona que haya levantado la mano y no tenga botón de frenado automático merece atención y compasión de todo su entorno. Si lo hay. Nadie puede aguantar la conversación propia sin descanso. El entretenimiento audiovisual desmandado y la amplia gama de estupefacientes basan en esa necesidad su éxito milenario y universal. Con todo, pesa. La ligereza avergüenza.

Hay que vestirla de seriedad para disimular. De lágrimas. Sentimiento. Pesar. Algo plomizo que compense. A ver si vamos a salir volando. El estadio, el domingo. El teatro, ayer, hoy, mañana. La tele, el sábado. Puntos de fuga de la tubería que tapar con lemas estúpidos, números, puntos, banderas, llantos y pesares. A ver si se va a notar que alguien se estaba escapando. De casa. De clase. Del trabajo. Cada uno de sí mismo. La mezcla de colores, fundir el rosa y el negro, queda fatal pero ahí seguimos.

Ese Cádiz joé

De la mezcla de diversión y ligereza con sentimientos nacen caricaturas monstruosas. Hace unos años, los deportistas empezaron a llorar al perder. A pedir perdón cuando caían. A derrumbarse por la emoción al despedirse, al presentarse. Una reacción animal, preciosa a veces, cuando era espontánea pasó a ser teatral, ridícula por recurrente. Pesada. Posada. El domingo se vieron lágrimas en el estadio . Preciosas. Faltaría. En la grada cada uno se desmorona con lo que puede y sabe. Cada cual tiene una edad. Cada uno estalla de euforia como quiere. Cuando son espectadores, usuarios, quién va a reprochar nada. En trabajadores, en iniciados, resulta inexplicable. Un presidente de un equipo de basket pidiendo a sus jugadores que se arrodillen por descender. Futbolistas uniendo sus palmas, contritos, tras descender. Explicaciones a desquiciados por haber perdido. Negociando para que no les agredan. En qué momento se olvida que cada partido, cada temporada, comienza con la certeza de que unos perderán, bajarán. En qué momento ignoran los espectadores que nadie pierde más que los que juegan, que nadie se vence nunca -salvo corruptelas por apuestas u otras estafas muy infrecuentes- con intención, por acción, omisión o negligencia. En el juego nunca hay que pedir explicaciones. Ni darlas.

Ese Carnaval bueno

El Carnaval casa mal con la solemnidad. Encajan peor que los calcetines blancos y los zapatos de vestir, que los cuadros con las rayas, las camisas de manga corta... Que todas esas cosas que espantan a los propietarios del buen gusto. Por lo visto hay uno bueno y mucho malo. El Concurso del Falla hace años que representa como pocas cosas en Andalucía esa repulsiva mezcla entre ligereza y aspiración a la trascendencia. A los asistentes, a los aficionados, se les disculpa por complicidad, por empatía. Todos nos ponemos así de tontos con algo. Barra libre de aplausos, gritos y vellos de punta. O de indiferencia. A los profesionales o aspirantes, a promotores, expertos, divulgadores u organizadores cuesta más mirarles sin una carcajada cuando se declaran y se muestran atormentados por el arrebato que les provoca una tradición milenaria que conecta entrañas y ancestros. O algo así. Pueblo. Revolución. Verdad. Amor. Pureza. Creación. Arte. De todas esas cosas hablan sin el menor pudor. Falta respeto por la levedad, por la ligereza. Nos ha dado tanta felicidad, tantas obras de arte que celebrar en vida... Si generan unos millones, que se repartan entre los que las ponen en pie: artesanos, técnicos, creadores. Aquí en la tierra como en el flamenco, el jazz. Pero que no te cuenten su vida con la mano en la cara, mirando al suelo, aplastados por la sensibilidad y el talento, por su inabarcable amor a Cádiz.

La noche que todos vestimos Chanel

Caprichos del neoalmanaque postcóvido. Eurovisión renace 48 horas antes del inicio del Falla de verano. Uno y otro juego tratan de ordenar coplas (pretendidamente conmovedoras o supuestamente cachondas) por puntos, con números, manías, filias y fobias. Tantas que el sábado por la noche nos bajó a todos el nivel de compasión en sangre. Todos nacionalistas por un rato, como en los mundiales. Que el público juegue a eso es, en verdad, justo y necesario. Que algún organismo, representante, profesional se lo crea roza lo patético. El voto sentimental acabó con el sueño de la ininteligible canción de Spagna. Luego dicen que las chirigotas no vocalizan y las subtitulan. La cantante lloró tanto que mutó en José Feliciano. Durante un rato, mientras mezclamos juego y tragedia, bromas y veras, nos sentimos menos solidarios con Ucrania. Peor aún fue el domingo. Eclipse de Lunin. Ucraniano. Si es que no se pueden juntar alegrías y penas, risas y dolores. Salen pamplinas como ésta.

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