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Fotos

Día 6/09/2015 - 09.10h

Que aprendemos más de una imagen que de mil palabras es algo que ya no deberíamos poner en duda, mucho menos cuando de imágenes es de lo que hemos alimentado nuestra memoria histórica. Fue la fotografía de una niña corriendo desnuda por una carretera, con la piel y la dignidad ardiendo a causa del napalm, la que cambió la forma en la que el mundo miraba a la guerra de Vietnam, la que cambió realmente la forma de ver el mundo. Desde entonces, esa foto de Nic Ut en la que aparece corriendo Kim Phuc es la guerra de Vietnam. Igual que la imagen de la hambruna africana es la niña sudanesa que agoniza mientras un buitre espera pacientemente su almuerzo de carroña. Hay muchas más, las instantáneas de los suicidas del 11S que luego la censura de mentes se encargo de borrar, el hombre con una bolsa de plástico ante el tanque en Tianannmen, el prisionero iraquí encapuchado abrazado a su hijo pequeño... imágenes todas ellas grabadas en el paisaje sentimental de una generación -la nuestra- que no ha conocido otras penurias que las lejanas, otras penas que las ajenas.

Por eso es por lo que escuecen tanto las fotografías que, como un espejo, nos devuelven una imagen familiar de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Inmigrantes, refugiados, desplazados, perseguidos... todos eran «los otros» hasta esta semana. «Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron a por los judíos y no dije nada porque yo no era judío...» los versos de Martin Niemöller se hacen carne y habitan entre nosotros en esas imágenes terribles de los sirios que intentan atravesar Hungría como sea, subiendo a trenes que van a ninguna parte... familias como la suya, o la mía que huyen del horror de una guerra real, no de libro de texto; una guerra que comenzó hace años pero que hemos sentido más nuestra cuando nos hemos empezado a reconocer en esas terribles imágenes que conforman el catálogo de la infamia.

A la Europa unida, próspera y fuerte de los años noventa le han empezado a crecer los problemas y parece que no conoce más que una forma de resolverlos. Tal vez nunca pensó que volverían a repetirse las migraciones masivas de los que simplemente huyen, pero ahí están -cientos, miles- como un recordatorio macabro de que no hay nada nuevo bajo el sol.

Salir del infierno era lo único que perseguía la familia del niño muerto en la orilla, el niño cuya foto se ha convertido en el símbolo del drama sirio, el símbolo de los niños que vinieron al mundo no para vivir -como los nuestros- sino para sobrevivir en un país que lleva en guerra más de los años que tenía el pequeño Aylan, mientras el mundo miraba a otra parte. «Al fin y al cabo -escribía José Hierro- cualquier sitio da lo mismo para morir». Quizá, pero esta orilla donde Aylan estará ya para siempre, no es cualquier sitio, es la conciencia de Europa, es su conciencia, es mi conciencia. Es el lugar donde hemos lavado con hipocresía esa actitud tendenciosa que nos lleva siempre a reconocer nuestro propio ombligo entre millones de ombligos.

Ha sido, otra vez, una imagen que vale más que mil palabras, más que un millón de palabras; una imagen otra vez velada por el buenismo de una sociedad que se cree y se siente superior, que se muestra dispuesta a dar limosna, a sacar a los abuelos al solecito, a dar unas monedas para que desayunen los niños, pero que no se para a pensar que ese horror podría pasar aquí. El registro de ciudades acogedoras -al que al parecer nos hemos unido- son nuevamente Berlanga y su Plácido llamando a la puerta. No basta con eso si seguimos en nuestra propia burbuja, «luego vinieron a por los sindicalistas y no dije nada porque no era sindicalista».

Muchas veces, una imagen vale más que mil palabras. De la España próspera donde se ataban los perros con longaniza y donde vivíamos dos pisos más arriba de todas las posibilidades a la España actual, solo hay dos fotos. La de un Julián Muñoz asquerosamente arrogante, cachuli de dientes-dientes y tirantes, vestido de petimetre y banderita, que arengaba a un rendido pueblo marbellí quemado de sol y gilismo, con frases como «Los golfos, a la cárcel» y tonadillera al brazo; y la de un hombre en chándal al que se le caen la baba y los pantalones, ahogándose en su propio pasado, sin capacidad para reaccionar y sacado directamente de un casting de Eloy de la Iglesia que pide por compasión que le dejen morirse en paz aunque para ello tenga que pedir perdón y reconocer lo que nunca imaginó, «fui un títere».

Esta ha sido la imagen de la semana en España, no me cabe la menor duda. A cada cerdo -dice el refrán- le llega su San Martín, o si lo prefieren «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar».

Nos queda mucho por ver, mucho. Hay que estar preparados. Lo mismo hasta vemos que esta ciudad se puede gobernar sin necesidad de montar un sainete en cada Pleno, ¿o no?

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