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opinión

Azoteas

Día 28/08/2015 - 12.45h

En Cádiz, lo del tejado a dos aguas es una rareza. Solo las iglesias ostentan ese tipo de cubiertas. Aquí las únicas tejas que son conocidas son las de Cien Palacios del Puerto de Santa María, esas de textura crujiente y sabor almendrado que están deliciosas y que vienen en cajas de lata diseñadas magistralmente por el artista Humberto Parra.

Aquí somos mas de azoteas (del árabe assutáyha), que se definen como «cubiertas más o menos llana y transitable de un edificio dispuestas para distintos fines».

Esos espacios al aire libre que conforman la cúspide de construcciones otrora tuvieron vida propia. Junto con el patio y la cocina comunitaria conformaban los espacios comunes de las casas de vecinos, con su casera a la cabeza responsable del orden y la concordia. El patio con el brocal del pozo del aljibe bien repleto de agua de lluvia, con sus aspidistras, helechos y algún que otro geranio, gitanilla o clavel reventón, transmitía un frescor ascendente a todos las dependencias.

De la cocina común, sus anafes, infiernillos y sopladores de palma. Alguna que otra tinaja de agua fresca con su tapadera de madera y un único grifo que nunca llegaba a adquirir la fuerza de caudal suficiente para poder salpicar. La olla con su puchero humeante ponía el toque de olor hogareño. Allí solía ubicarse la escalera, casi siempre de madera, que nos llevaba a la azotea. Angosta y oscura no elevaba a ese espacio de luz y brisa que te obligaba a entornar los ojos. Pretiles, cordeles y alfileres de la ropa conformaban los elementos ornamentales de dicho espacio. En un rincón, el lavadero, espacio cubierto con grandes ventanales a los que siempre faltaba algún que otro cristal, por donde se colaba el viento secante o la humedad traicionera de la ropa húmeda. Grandes lebrillos de barro, barreños y cubos de zinc y la mas rudimentaria máquina de lavar, ese útil de madera acanalada sobre el que frotar se convertía en una obsesión, conformaban el pertrecho de las hacendadas y lustrosas vecinas que tenían como manía tener la ropa mas escamonda. La ropa blanca tendida al sol para conseguir una luz rutilante y la de color siempre a la sombra y del revés.

Este espacio convertido en secadora natural y con coste energético cero, en otros tiempos tuvo unos usos más acordes con la intensa vida social de un vecindario que compartía todo menos la cama. Desde lugar de tertulias acaloradas a la fresquita de las noches estivales, hasta testigo de los primeros besos robados. Desde pista de baile para quinceañeros que bajo la melodía de un pickup empezaban a sentir los efluvios del amor adolescente, hasta observatorio astronómico improvisado de lluvias de estrellas en noche de luna nueva del mes de agosto.

Los nuevos tiempos han hecho que ese espacio abierto haya caído en desuso. Poca ropa tendida, casi ningún visitante, cableados por todos lados, antenas de todo tipo y algún que otro aparato de aire acondicionado, motivo de protestas del resto del vecindario. De ello es testigo nuestra azotea por excelencia, la emblemática Torre Tavira con su cámara oscura.

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