Los dirigentes políticos, desde siempre, en todos los países democráticos, han tenido como norma exagerar sus logros, negar sus fracasos e invertir el tratamiento de los éxitos y fiascos de la oposición. Forma parte del manual básico del partidismo y la gestión institucional por más que los ciudadanos lleven años -especialmente los cinco últimos- a la espera de un cambio de actitudes. Como en toda postura, las exageraciones y los extremos parecen indeseables. Los gaditanos pudieron cansarse durante los últimos mandatos de la tendencia del anterior gobierno municipal a ensalzar sus proyectos y su tarea, a calificar a la capital gaditana como un lugar proclive a la felicidad, con un funcionamiento colectivo sobresaliente. Aunque sus éxitos fueron muchos e innegables durante muchos años, la exageración en el autoelogio parecía conseguir el efecto contrario en muchos vecinos: resaltaban los problemas, los conflictos y las carencias que siempre existen en cualquier sociedad. Ahora, el sucesor en el cargo, José María González, parece querer cometer el error completamente opuesto, el contrario, pero quizás más grueso. El regidor ha cogido como base de su discurso las declaraciones severas sobre la extrema pobreza en Cádiz, sobre la imposibilidad de la ciudad de superar una situación financiera que sólo él y los suyos dicen conocer. En la noche del pasado martes llegó a decir que las arcas municipales están «en la bancarrota, en la quiebra» y añadió que las cuentas de las empresas municipales son «un caos». Si pretende desprestigiar a sus predecesores, sólo va a conseguir poner piedras en su propio camino, boicotear su gestión y contagiar un tremendismo que no ayuda a nadie en su ciudad.