Tal vez frente al pelotón, Ambrosio Sánchez 'Ambrosini' se acordó de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. El personaje estaba parado en la cuneta de Chiclana, cuando uno de los corredores del Garmin en la Vuelta España, Joseph Lloyd Dombrowski, un ciclista de Delaware con nombre de matemático y cara de chinorri a los que les roban la bici, cayó al suelo.
Ambrosini, arrebatado, corrió con su bañador azul, su medio pitillo en la boca y sus chanclas de playa, se subió en el aparato e hizo el ademán de pirarse a conocer mundo a pedales. «Yo me voy para Vejer, que tú estás herido», le dijo y se bajó. Después contaron en la prensa que lo que quería es robar la bici y él que no, que era de cachondeo. Si eso lo hubiera hecho María Abramovic en el Moma en lugar del gran Ambrosini en Chiclana, la prensa lo hubiera llamado 'performance', pero algún sieso tituló «Intento de robo». Qué más da. A veces en Cádiz, como en Macondo, se diría que el mundo es tan reciente que las cosas no tienen nombre.
Todo muta en Cádiz y por eso nunca decepciona. Todo es lo mismo siempre porque todo es distinto. Lo malo es cuando esperas algo y no llega. Las redes a las que arrojan emociones como a una trituradora, son especialistas en esto. He visto en Facebook a una chica que colgó una foto suya de espaldas con un sombrero y un pensamiento profundísimo sobre la incondicionalidad eterna del cariño y una amiga le respondió esto en un comentario: «Me encanta tu bañador».
Tal vez, cuando la gente cuelga en su muro que no hay decepción si no esperas nada haya pensado en la vergüenza de ver a los niños de las guerras bajo los gases lacrimógenos en las fronteras alambradas de esto que algunos llaman Europa con orgullo moribundo. Se han debido de imaginar lo que es no esperar más. En realidad, siempre se espera algo, lo mínimo. Esperanza, se llama esto. Para decepción, está escapar de Siria con tu familia y años después llegar a Europa para que te partan la cara o te disparen una bala de goma.
De esto en España sabemos algo. Tan débiles con el fuerte y tan fuertes con el débil, consideramos que el pelotazo al que se ahoga o el empujón al desesperado son aceptables porque el ahogado y el refugiado proceden de otro mundo en el que esas cosas, ya sabes, chico, pasan. Como si fueran otra especie, o animales, pero no cualquiera. Dos mil muertos en el fondo del Mediterráneo. Quién fuera el león Cecil, o perro abandonado, o toro para que alguien le defienda.
Somos capaces de donde debiera haber agua potable, ropas y abrazos, poner porras y muros, frente a los que se apalean tipos torturados que han cruzado el mar a nado con los brazos llenos de niños, de esos niños viejos de miradas apagadas y grises ceniza que merecen juguetes, bocadillos e infancia lo mismo que los suyos de usted, o que los míos.
En esto no tenemos parangón. Tal vez el fin de los imperios esté aquí, en la funesta y obscena escala de valores, y no en la caída de las bolsas. Si Europa no es capaz de responder a esto como pueblo, digan entonces qué puñetas somos.