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Gaspar o la luz del rayo
Actualizado: 12:31

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Gaspar o la luz del rayo

Día 13/08/2015 - 12.31h

En Casa Gaspar, en la playa de Montijo, entre Sanlúcar y Chipiona, en la pared de ese fenomenal chiringuito asomado al mar, cuelga un cuadro de una publicidad de San León en la que un gallo de pelea, brillante y gallardo como un dinosaurio, bebe un sorbito de manzanilla de un vaso. Es un cartel hecho nadie sabe cuándo, probablemente cuando al bodeguero, se supone que aficionado a los gallos, le importaba un pimiento la imagen de su marca. O cuando las cosas tenían su identidad propia, gustara o no, y no todo estaba aún sometido al juicio constante de los demás, a la reducción alienante del mínimo común múltiplo de la mayoría.

Miras el cartel y piensas que es un incunable, un eslabón perdido, y aunque no te gusten las peleas de gallos, te resulta hermoso, porque alude a un tiempo pasado en el que las cosas eran como eran y existían por sí mismas, sin que nadie dijese cómo tenían que ser. Te preguntas entonces desde cuándo sopla el poniente cada vez más largo o cuánto lleva sonando el trueno lejano de los motores de la flota que enfila Sanlúcar al cierre de esta columna, con la popa calada en el agua por el peso de su tesoro de peces; desde cuándo nos asomamos al mar como ismaeles de Melville, entre la ilusión y la desesperanza, y navegamos a ciegas y con la costa a sotavento.

El cartel del gallo de Gaspar preside un local que en realidad es una puerta cósmica a un mundo extraño. Corren Luis y Montse con sus comandas por un suelo de arena mojada que separa de la playa solo una vallita de madera pintada de verde. Cuelgan sobre las cabezas tiestos de geranios sin flores, y un techo de metal y neones que cuando hace calor pulveriza agua como si aquello fuera el Cabo de Buena Esperanza. Pasan por allí señoras ultrabronceadas, antiguos pescadores con bañador ajustado, Jorgito, los juanes, Curro el Alemán, Edmundo y un picadillo de parroquianos de todo pelaje que fabulan misteriosas teorías sobre las componentes del viento, la temperatura del vino y los ingredientes secretos de las almejas a la marinera mientras las niñas, con su vida por delante, esperan que se templen las papas fritas.

Saben cuando entran y nunca cuándo salen, como si el chiringuito fuera en realidad un dios poderoso que exige sacrificios humanos, que toma sus voluntades, que los abduce y luego los escupe horas después, casi días después, rotos, exhaustos, desmadejados como un pájaro al que se hubiera tragado el motor supersónico de un caza. Por eso, más vale relajarse, dejarse ir y que sea lo que Gaspar quiera. Quizás algún día los arqueólogos del futuro, si es que queda, desentierren el cartel del gallo de Gaspar y se planteen lo que fuimos antes de convertirnos en máquinas de agradar. O quizás, encuentren ese otro cartel que han colgado este año y que invita a la clientela a pedirse un smoothie. Yo antes de pedirme un smoothie en Gaspar, me corto una mano.

Como es este un bar de trago largo, da tiempo a todo: a escribir, a esperar a que la marea traiga de nuevo el agua, o a preguntarse desde hace cuánto las cosas son como las vemos. A veces, también salta la sombra melancólica de querer saber cuánto le queda a todo, cuánto nos queda, y entonces se piensa en otra cosa. Qué mas da lo que dure la luz de un rayo.

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