Los números, como la sangre, son muy escandalosos. Cualquier persona lee que un proyecto ha costado 511 millones de euros e inmediatamente se pone en guardia. Casi de forma inconsciente, comienza a calcular las cosas que pueden hacerse o comprarse con esa montaña de dinero figurado, que nunca existió en billetes vulgares y físicos.
Es lo que ha costado el segundo puente sobre la Bahía de Cádiz. Es una de las obras más caras y asombrosas que se hayan afrontado en España. Más aún durante unos años de parálisis financiera e institucional en la que casi todas las máquinas y grúas se quedaron quietas como por ensalmo.
Esa cifra supone casi el doble de lo presupuestado inicialmente. Cuando los trabajos comenzaron en 2007, la cifra anunciada de coste fue de 273. Aunque el diseñador del proyecto ya dijo que le parecía irrisoria, han sido necesarios ocho años para confirmar que sería necesario casi el doble. Entre medias, entre el inicio y el inminente final, tres parones con crisis políticas añadidas, muchas dudas, y bastantes críticas.
La última es la del sobrecoste. Es preciso admitir que España tiene una tendencia a inflar presupuestos, a dejar que los fondos necesarios para poner en pie un proyecto se incrementen hasta la indignación. Todas las grandes obras han sufrido esa lacra. Lejos de ser un consuelo, la generalización debiera irritar más al contribuyente. Pero, al contrario que en otros grandes recintos, viaductos o espacios públicos, el segundo puente de Cádiz nunca caerá en desuso. Nadie se preguntará nunca, ni una vez cuando ya esté inaugurado, para qué se construyó. Será una vía de comunicación nueva, práctica y utilizada, en el presente pero sobre todo para el futuro.
