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Una sanluqueña en San Fermín
Actualizado: 01:39

opinión

Una sanluqueña en San Fermín

Día 9/07/2015 - 13.39h

Después diría lo que dicen todas: '¡Qué rápido ha sido!', como si en lugar del encierro de Pamplona, le hubiera pasado por delante la vida entera, fugaz, salvaje, sin resuello, destructiva, lanzada en trayectorias imposibles, siempre adelante, siempre como una luz perseguida por la sombra que hiere. En el balcón del hotel Europa a las ocho y un minuto, a Carmen, que venía de la quietud de los atardeceres dulces de Montijo en Sanlúcar y de ver entrar la flota por el Guadalquivir, se le quebró algo dentro. Abajo, los corredores aún protegían los cuerpos desmadejados que deja tras de sí la manada, inertes sobre el adoquín como peleles. Como si se le hubiera revelado otra dimensión, se agarró al hierro de la barandilla que da a la Estafeta, notó el escalofrío en los brazos y quizás se acordó de aquella jota: «Ese beso que da frío /que penetra en las entrañas / como penetra en las flores / la escarcha de la mañana». En ese momento de zozobra, Carmen Silva dejó caer tres palabras con el poco aire que le quedaba en el cuerpo: «Viva San Fermín.».

Vio la repetición en la televisión, donde todo resulta tan distinto, donde la carrera parece casi un ballet. Bajó a la calle y ella y Jorge, su marido, que es casi mi hermano, tenían un brillo distinto en la mirada, como el de los montañeros que han hecho cumbre. La mañana de Pamplona se fue calentando a fuego lento y en una acera de la calle Zapatería le pasaron por delante de los ojos los kilikis y cabezudos que asustan a los niños, los gigantes girando sobre el aire y el sonido rabioso de las dulzainas y por fin San Fermín, traído en su peana cabalgando un aplauso rotundo. Entonces Carmen, que es macarena, pidió por las niñas, por los suyos, por María y por lo que se viene por delante, que es tanto.

Tan lejos de los sanfermines de la sangría y los tópicos, a Carmen, la vieron entre las rondas de cerveza fría y en los cuartos de la plaza de toros, en charlas con toreros viejos, diademas con luces, carcajadas, collares de plástico y pacharanes. Antes de los toros subía por la calle Chapitela detrás de las mulillas, en las astas de los pasodobles de la banda Pamplonesa, que dijo mi padre que era la banda sonora de la gloria.

Después anduvo curioseando las barras de pinchos y bailando en las batucadas como si ya nada fuera a ser igual. En realidad, nunca más lo será. Los sanfermines tiene algo que hace nacer a cada uno como si viniera a un mundo nuevo con diez o doce dimensiones. Por eso acompañar a Carmen en su primer San Fermín fue como acompañar a alguien a ver el mar por primera vez, que los testigos se impregnan también de la fluorescencia del descubrimiento.

Al cierre de este artículo andan Carmen y Jorge como almas en pena, esperando a coger el tren a Sevilla, que está tan lejos de Pamplona y a la vez tan cerca. Ella intenta no pensar mucho en lo que ha ocurrido, presa de la nostalgia, con la voz destrozada, el corazón hecho unos zorros y una bolsa con camisetas de recuerdo para las niñas, consciente quizás de que San Fermín le ha hackeado la cuenta de la vida y de que ya nunca será la misma. Ya nadie seremos los mismos.

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