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Las lágrimas de Melpómene
Actualizado: 09:54

Hoja roja

Las lágrimas de Melpómene

Día 5/07/2015 - 09.54h

Nunca me han gustado los determinismos, tal vez porque crecí estudiando en unos libros de texto que exponían ideas tan absolutas, tan delirantes y tan absurdas como que los catalanes eran ahorradores, los vascos -el libro diría vascuences, seguramente- trabajadores, los gallegos, reservados y los andaluces, más andaluces que nadie. No me gustan los determinismos porque no creo en ellos, ni siquiera en el más que evidente determinismo biológico que reparte ojos azules o piel morena según los casos, y porque siempre he estado más cerca de las excepciones que de las reglas. Pero hay ocasiones, como ésta, en las que el determinismo se sale por las grietas de la razón, se impone irremediablemente el fatum y los griegos -los de entonces, que siguen siendo los mismos, para qué engañarnos- nos vuelven a dar coba como hace tres mil años.

Llevamos semanas hablando de la gran tragedia griega, de la desgracia que se ceba con el más débil y pequeño de nuestros hermanos, del tremendo desprecio del poderoso hacia el pobre, cumpliendo hasta el más mínimo detalle con el convencionalismo de los tópicos literarios. Y esperando, con el alma en vilo, el desenlace de este drama tan reciente y tan eterno. Porque, por si alguien no lo sabe, los griegos no inventaron solo la tragedia, sino que supieron hacer de la mímesis y la catarsis dos señas de identidad. Ya Aristóteles en su Poética dejaba muy claro qué había que hacer para ganarse el favor del público. Y lo hacía sin saber que muchos siglos después vendría Alexis Tsipras a poner en escena la misma Heirmarmene que sus antepasados. Actualizando los mitos.

La tragedia griega -la de antes, la de ahora- representa las acciones más torpes que los seres humanos pueden llegar a realizar, pero tiene un efecto fulminante en el espectador, pues su sola contemplación genera impulsos de simpatía con el héroe trágico -casi siempre solo ante el peligro- y lo lleva a condenar la desmesura del poderoso, aun sabiendo que al héroe, solo ante el peligro, le espera un castigo de los dioses de padre y muy señor mío. La mímesis es tal que uno llega a identificarse casi sin querer con Hécuba o con Leónidas o con Orestes experimentando una asfixiante mezcla de terror y de piedad con la sensación de que todo cuanto les sucede a ellos habría podido sucederle a uno mismo. Para que luego digan que la literatura no sirve para nada. Ya ven.

Alexis Tsipras se ha rebelado contra los dioses. Sabe que está solo, como el de las Termópilas y que como mucho, irá acompañado de trescientos. Pero también sabe manejar los tiempos y las acciones con la maestría de Sófocles o de Esquilo, y sabe que cuanta más sangre, más ovaciones, más laureles. Con el referéndum Tsipras le ha hecho un plante a los dioses del Olimpo monetario internacional. El destino trágico de los griegos, otra vez. Dimitirá si gana el «sí», dice mientras sus correligionarios todavía se debaten entre gritar aquello de «Au au au» y retirar sus sesenta euros diarios de los bancos. El destino, las moiras, el fatum de los griegos hablarán hoy en las urnas, pero todos ya sabemos que la tragedia acaba generalmente con la destrucción física, moral o económica del protagonista, sacrificado a la misma fuerza contra la que se resiste con orgullo insolente.

Es muy fácil ponerse de parte de los griegos. Muy fácil. Ellos, al fin y al cabo son medio parientes nuestros por parte de padre, el mediterráneo; y han sido, como nosotros, más cigarras que hormigas -el determinismo, otra vez abriéndose paso- pero nosotros sabemos que, en el momento en el que al vecino le corten la barba hay que ir poniendo la nuestra en remojo. Es muy fácil ponerse en el lugar de los griegos, la catarsis, ya sabe. Porque las imágenes dantescas del Banco Nacional de Tesalónica nos resultaban estremecedoramente familiares. «Había cultura en nuestro país antes de que existieran los bancos» dice Leónidas Tsipras. Y se lo dice a los dioses, arrogante, solo ante el peligro, sabiendo que estos han sido demasiado crueles con su pueblo, pero sabiendo también que la última oferta de sus prestamistas era lo suficientemente bondadosa como para haber sido aceptada por parte del gobierno griego. El héroe pregunta a su pueblo «¿Qué somos?» en un referéndum cuyo resultado solo es vinculante para el desenlace de la tragedia, «Grecia aguantará» dice el líder, porque» un veredicto popular es mucho más fuerte que la voluntad de un Gobierno».

Tremendo papelón el del Melpómene, la melodiosa, hija de Zeus y de Menmósine, madre de las sirenas, musa del teatro, arrogante y sola, que también existía en Grecia antes de que existieran los bancos, antes de que existiera Europa, antes de que existiera el euro, antes incluso de que existiera Angela Merkel; antes del referéndum que hoy, pase lo que pase, volverá a gritar al mundo: «Espartanos, desayunad bien. ¡Porque esta noche cenaremos en el infierno!»

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