La vida se escribe en clave de naufragios y salvamentos. Tormentas, galernas, tempestades, tifones, huracanes, han hecho zozobrar a las cáscaras de nueces que surcaban los anchos mares. Los océanos están repletos de pecios que cuentan historias de vidas inundadas, de momentos de la historia conservados en salazón. Nuestra Cronista Constitucional Hilda Martín ha descrito en su 'Libro de las Mareas' muchas vidas sumergidas que nunca saldrán a flote.
Uno de los naufragios más famosos lo describe el pintor francés del siglo XIX Theodore Gericault en su obra 'La Balsa de la Medusa', paradigma del romanticismo artístico francés, se puede contemplar en las salas del museo parisino del Louvre. En la obra se detalla la historia del barco francés 'Medusa', que naufragó frente a las costas africanas. De nuevo el mítico cementerio mediterráneo. Después del siniestro un pequeño grupo de los pasajeros sobrevivieron gracias a una pequeña balsa de madera. En mitad del mar un barco de la Marina de Guerra Francesa avistó a los náufragos suplicantes pero no los socorrió. Los supervivientes fueron presas del hambre, de la sed, la insolación y las enfermedades. Murieron muchos, y el resto sobrevivió comiendo los restos de los cadáveres, bebiendo su sangre. Finalmente un carguero los encontró y los devolvió, no sanos pero si salvos a Francia. Su tétrica historia fue silenciada por el Gobierno francés hasta que el famoso pintor romántico Gericault la plasmó de manera magistral.
Por miles se cuentan los refugiados procedentes de Myanmar (antigua Birmania) y Bangladesh que se encuentran a la deriva en los mares exóticos de la China. Centenares de naves fantasmas, repletas de cuerpos escuálidos que se queman al sol vagan sin rumbo ni brújula en la bitácora.
Las autoridades de Malasia, Indonesia y Tailandia les impiden la llagada a su territorio y los devuelve a su suerte al mar oscuro del silencio. Huyen de la persecución que el gobierno birmano les hace al considerarlos inmigrantes ilegales, a pesar de estar asentados en el país durante varias generaciones. La violencia contra ellos se ha agudizado en los últimos años, ante la pasividad de las Organizaciones Internacionales. Huyen del hambre, de la miseria impuesta, de aquello que les hace invisibles, de una realidad hostil que les niega la sutil existencia. Ninguno de ellos lleva en su hatillo algo más que una ilusión, una esperanza de cualquier color, de esas que se encuentra en la Declaración de los Derechos Humanos, esas que se escribieron con letras de oro y que son papel mojado en agua de mar. Si por casualidad sobrevivir sería más un privilegio sólo por existir, de no haber sucumbido a los envites de las mareas, estos miles de personas vagan sin esperanza, buscan una orilla que los acoja, una playa que les sirva de remanso. La Comunidad Internacional se plantea buscar una solución consensuada. Repartirse a los miles de desplazados por las guerras y la miseria es un auténtico problema. A los mandatarios no les cuadran las cuentas. Que si la tasa de paro del país de acogida, que si las coberturas sociales, que si la capacidad de reubicación, todo son excusas para no asumir lo que verdaderamente es, una Ayuda Humanitaria que debe acometerse de manera urgente, sin condiciones. De ella dependen miles de vidas.