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El viejo dilema de Ratzinger
Actualizado: 12:51

Sociedad

El viejo dilema de Ratzinger

Benedicto XVI llegó a ser Papa abrumado por la responsabilidad y en todo momento dejó claro que abandonaría si le fallaban las fuerzas

14.03.13 - 12:51 -

Ratzinger tenía otros planes al final de su vida. Tras pasar más de veinte años en los despachos de la Curia, un nido de comidillas que no le entusiasmaba, su sueño era retirarse a escribir a su Alemania natal. De hecho su secretario histórico, Josef Clemens, le dejó en 2003 para ser obispo, previendo que se iba de Roma, e hizo que le tocara la lotería a su sucesor, Georg Gainswein. En el cónclave de 2005 Ratzinger era el decano del colegio cardenalicio y le tocó, por ello, dirigir las reuniones previas, algo que le convirtió en piloto de la transición y concitó las miradas en él. Estaba claro que era un 'gran elector', alguien que por su prestigio mueve votos hacia un candidato, pero rápidamente se convirtió él mismo en aspirante. Su autoridad moral creció cuando condenó, en el Via Crucis, la «suciedad» de la Iglesia y la necesidad de limpieza. El cónclave fue rápido porque no había muchas más opciones: al segundo día, tras cuatro votaciones, fue elegido.

Relató cinco años más tarde: «Fue realmente un 'shock'. Estaba convencido de que había otros más jóvenes y mejores que yo. No entendía por qué me hacía esto el Señor, tenía que dejarlo en sus manos. Yo intenté mantener la serenidad, confiando plenamente en que él me iba a conducir». Así se lo contó al periodista alemán Peter Seewald en el libro-entrevista 'Luz del Mundo', en 2010. En esas páginas abordó con franqueza el asunto de la dimisión: un Papa, dijo, tiene «el derecho, y en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar».

La dimisión es una opción que han barajado tres de los últimos cuatro papas -Juan Pablo I murió bruscamente a los 33 días- y hasta ahora Pablo VI representaba la figura atormentada de ese dilema. Dejó una carta de renuncia escrita y Wojtyla también se lo planteó, pero decidió seguir. Ratzinger, más cercano a Pablo VI en su naturaleza reflexiva, vivió sus diatribas pero ha sido más práctico. Lo hizo ver desde el principio, con continuas menciones a la pesada carga de su misión y a sus limitadas fuerzas. En abril de 2009 tuvo un gesto revelador: acudió a la tumba de Celestino V en L'Aquila, el papa famoso por haber dimitido en el siglo XV y le donó el palio con el que empezó su pontificado.

Las fuerzas empezaron a fallarle a Ratzinger ese verano, con una caída en su casa de vacaciones en los Alpes. Se rompió la muñeca derecha. Esa Navidad adelantó dos horas la misa del Gallo, un gesto inédito, para evitar cansarse. Fue la primera señal de que no se andaría con disimulos en cuanto a su estado físico. Del mismo modo sus vacaciones eran más largas que las de Wojtyla y limitaba su agenda. Por otro lado ha salpicado su mandato de alusiones críticas a una Iglesia «en donde se muerde y se devora» y con los sucesivos escándalos ha crecido la sensación de la soledad de su puesto. Que le traicionara su mayordomo fue la puntilla.

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El cardenal Ratzinger saluda a Juan Pablo II en 2005. / Efe
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