Tenía una mata de pelo propia de galán de telenovela, una sonrisa arrebatadora y una apostura de estrella de cine tras la que se escondía una mente ágil cuya curiosidad por los temas más variopintos no conocía límites. Padeció el dolor y se curtió en los horrores de la guerra. Conoció el dulce sabor de la victoria y bebió también el amargo trago de la derrota. Disfrutó de la rendida entrega de legiones de incondicionales y hubo de afrontar igualmente la terrible inquina de un no menos poderoso batallón de detractores. Cortejó con igual éxito a líderes mundiales y a figuras del celuloide, a literatos de pluma mordaz y a ingenuas becarias. Fue el príncipe valiente de la única familia real que ha tenido Estados Unidos. Sobre todo, encarnó los anhelos de una generación desesperada por transformar el mundo, ávida de un guía que la condujese hacia una nueva frontera. Soñó con conquistar la luna y se ganó la inmortalidad en el corazón de sus conciudadanos que hoy, 50 años después de su desaparición, siguen teniéndole por su líder más querido. John F. Kennedy es el mayor mito de América, un hombre cuyo asesinato terminó envolviéndole con una aureola mística precisamente a él que siempre se rigió, pese a las bellas palabras que manaban de sus discursos, por el más lúcido realismo.
La materialización de la promesa americana que encarnó como pocos, esa que reza que cualquier persona, sin importar de dónde provenga, puede alcanzar las más altas cotas, comenzó a germinar en realidad en Irlanda. De allí partieron los bisabuelos del muchacho que un día acabaría convirtiéndose en el primer presidente católico de Estados Unidos. Expulsados al nuevo mundo por la terrible hambruna que se extendió a mediados del siglo XIX por las tierras cuyos habitantes rinden honores a San Patricio, miles de irlandeses se afincaron en Boston. Uno de ellos era Patrick Kennedy, quien arribó a las costas de Estados Unidos en 1849. Les tocarían los trabajos más duros y experimentarían el menosprecio de los ‘brahmanes’, la élite cultural que hundía sus raíces en la fundación del país. La política era uno de los pocos espacios donde podían abrirse camino. Otro era la taberna. Y en ambos ámbitos sentó sus posaderas Patrick Joseph Kennedy, nacido ya en América y encargado de inocular, como también haría, por la otra rama familiar, el abuelo materno del futuro mandatario, John F. Fitzgerald, más conocido como 'Honey Fitz', el veneno del servicio público. Sus enseñanzas serían un faro para el auténtico 'padrino' del clan, Joseph P. Kennedy, un verdadero tiburón de los negocios y embajador en Inglaterra que convirtió a sus hijos en rehenes del destino que para ellos había imaginado.
Fue el segundo de la camada quien convirtió el deseo en realidad. Marcado por una infancia llena de enfermedades que le llevaron a buscar refugio en la lectura, John F. Kennedy se educó en las más prestigiosas instituciones académicas: Choate, Canterbury, la London School of Economics, Stanford y, finalmente, Harvard. Sus notas no eran nada brillantes. Estaba más interesado en los deportes y en las chicas. Sin embargo, consiguió graduarse 'cum laude' gracias a una tesis que extraía su título de un discurso de Winston Churchill, '¿Por qué dormía Inglaterra?', en la que analizaba la política de apaciguamiento que había derivado en el estallido de la Segunda Guerra Mundial y de la que su progenitor había sido un ferviente defensor.
Las relaciones internacionales se habían convertido en una de sus pasiones, mas el tósigo de la política aún no había hecho en él demasiado efecto. No en vano, ese era el campo que su padre había reservado para el primogénito, Joseph P. Kennedy Jr. Brillante, fuerte y apuesto, todo estaba meticulosamente diseñado para que un día éste conquistase la Casa Blanca. A John, por aquel entonces, le atraía más el periodismo y barruntaba la posibilidad de consagrar su vida a la enseñanza.
Rehén del destino
Sus planes quedaron desbaratados el 12 de agosto de 1944. Ese día, el avión cargado de explosivos que pilotaba Joe y que debía estrellarse, después de que éste saltase en paracaídas, contra una plataforma de lanzamiento de las terribles V-3 alemanas, estallaba en el aire, matando a sus dos ocupantes. John F. Kennedy, que para entonces era ya un héroe de guerra merced a su valerosa actuación en el Pacífico, debía recoger el guante.
En 1946, Jack, como era conocido por sus amigos, conseguía un escaño en la Cámara de Representantes, donde serviría durante seis años. La suya era una circunscripción segura, pero los áridos debates sobre legislación interna no satisfacían sus intereses. En 1952 decidía desafiar al patricio Henry Cabot Lodge Jr., quien servía como senador por Massachusetts desde 1936, salvo un breve periodo de ausencia para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Mucho más experimentado y adscrito a un Partido Republicano que alcanzaría ese mismo año la presidencia de la mano de Dwight D. Eisenhower, Lodge parecía tener todos los ases en su mano para lograr la reelección. Pero Kennedy dio la campanada explotando las bazas de su juventud, las ingentes cantidades de dinero invertidas por su padre y una innovadora campaña en la que desempeñaron un papel capital las reuniones para tomar el té organizadas por la madre y las hermanas del candidato demócrata.
John F. Kennedy pasaría ocho años en el Senado dedicado, fundamentalmente, a temas de política exterior y al combate del crimen organizado como miembro de una comisión entre cuyos asesores legales se contaba su hermano Robert. Un tiempo que también estaría marcado por su tibieza respecto a la 'caza de brujas' desatada por un viejo amigo de su padre, el senador Joseph McCarthy, y por sus eternos problemas de espalda, derivados de una antigua lesión deportiva, que a punto estuvieron de costarle la vida. El periodo de hospitalización subsiguiente lo aprovecharía para escribir un libro sobre el arrojo en la política, 'Perfiles de coraje', que le valdría un premio Pulitzer oscurecido por quienes sostenían que la autoría no correspondía al senador sino a su estrecho colaborador Theodore Sorensen.
En 1956 se postularía, en contra de los consejos paternos, para la vicepresidencia. La derrota de Adlai Stevenson se daba por descontada y el viejo Joe temía que los demócratas culpasen de la misma al catolicismo del compañero de fórmula del gobernador de Illinois. Estes Kefauver, y no Kennedy, fue finalmente el elegido. Pocas veces un varapalo supo tan bien. El joven senador adquirió relevancia nacional. Nunca más volvería a competir por el puesto de copiloto. Había llegado su momento.
Apóstol de una nueva generación
El 2 de enero de 1960, JFK anunciaba su candidatura a la presidencia de Estados Unidos. Aún resonaban los ecos de la batalla perdida por el también católico Al Smith frente a Herbert Hoover en 1928. La religión era una de las barreras que se interponían en su camino hacia el Despacho Oval. Pesaba también en su contra su juventud, el temor sobre la influencia que podría ejercer un padre con un pasado turbio -"no es el Papa quien me preocupa, sino el papá", llegó a manifestar el expresidente Truman- y la mayor experiencia en la rama ejecutiva de su adversario republicano, Richard Nixon, quien había pasado ocho años a la sombra del popular Eisenhower. A su favor tenía el carisma, el dinero amasado por el embajador y, sobre todo, una organización perfectamente engrasada en la que la familia desempeñaba a la vez el papel de perro guardián -el implacable Bobby era el director de campaña- y el de encantadora de serpientes -Jacqueline Kennedy, con la que Jack había contraído matrimonio en 1953, era lo más parecido que tenían los estadounidenses a una princesa de cuento-.
Cuál de estos últimos factores decantó en mayor grado la contienda es algo que resulta imposible de determinar. Lo único cierto es que el 8 de noviembre de 1960, John F. Kennedy se convertía en el presidente electo más joven -43 años- de la historia de Estados Unidos y el primero que profesaba el catolicismo. Poco más de cien mil votos, de los más de 68 millones emitidos, le separaron de Nixon. Una exigua ventaja que le colocó, no obstante, frente a una esperanzada multitud en la gélida mañana del 20 de enero de 1961.
Quienes se congregaron frente al Capitolio aquel día escucharon uno de los discursos más recordados de la historia de boca de un mandatario que abría una nueva era invitando a sus compatriotas a preguntarse no qué podía hacer su país por ellos, sino qué podían hacer ellos por la nación que habitaban, instando al mundo no a postrarse frente a los Estados Unidos sino a colaborar todos juntos "por la libertad del hombre". Unas palabras que servirían como inspiración para la nueva generación a la que había sido pasada la antorcha y que sentaría las bases del mito que no haría sino agrandarse con el discurrir de los años.
Promesas y realidades
Pero una cosa es hablar en verso y otra muy distinta gobernar en prosa. No tardaría en descubrirlo JFK. El desastre de Bahía de Cochinos, el fango de la guerra de Vietnam o los encontronazos con el complejo militar-industrial y la comunidad de inteligencia ensombrecerían los 1.037 días que pasaría en el Despacho Oval. Claro que también habría victorias, la más sobresaliente de las cuales sería la crisis de los misiles, una auténtica partida de póquer en la que el temple y la sagacidad del mandatario pusieron al descubierto el enorme farol que se había marcado un Nikita Kruschev que firmaría con esa mano su sentencia de muerte política.
John F. Kennedy sentaría también las bases de otros logros en el campo de los derechos civiles, la exploración espacial o la ayuda a los más necesitados, muchos de las cuales acabaría materializando su sucesor, Lyndon B. Johnson. Había, sobre todo, elevado el espíritu de un mundo que había quedado cegado por el brillo de un hombre que, cual cometa, había pasado fugazmente por sus vidas dejando tras de sí una larga estela. Algo que ni las traicioneras balas disparadas en Dallas podrían jamás cercenar.