
¿Loco solitario o cabeza de turco? ¿Un inadaptado que acabó con las esperanzas de un mundo mejor o una víctima colateral de las titánicas fuerzas desatadas en contra del presidente que amenazaba el 'status quo'? ¿Comunista convencido o agente encubierto al servicio de la CIA? ¿Quién era verdaderamente Lee Harvey Oswald? Cincuenta años después de que su nombre quedase inscrito en la historia, su figura sigue envuelta en las tinieblas.
Nacido en Nueva Orleans en 1939, Oswald tuvo una infancia atormentada. No conoció a su padre, fallecido dos meses antes de que él viniese al mundo, y su madre fue incapaz de darle la estabilidad que precisaba para crecer libre de traumas. Sometido a una vida nómada, se convirtió en un chico solitario que se rebelaba continuamente frente a las normas escolares. Los libros sobre marxismo fueron sus únicos amigos en la adolescencia, periodo durante el cual sopesó afiliarse al Partido Comunista. Sin embargo, en el primero de los muchos quiebros difícilmente explicables que ejecutaría a lo largo de su existencia, a los 17 años optaba por abandonar los estudios e ingresar en la infantería de Marina. Puede que en las rígidas reglas castrenses esperarse hallar la brújula de la que siempre había carecido o que simplemente siguiese los pasos de su idolatrado hermano Robert, pero para quien había crecido alimentándose de volúmenes que rechazaban de plano cuanto representaban los Estados Unidos, alistarse en sus fuerzas armadas no parecía la vía más lógica.
Tampoco cuadra demasiado que a las fuerzas armadas no se les ocurriese otra cosa que enviar a un adepto comunista a una base en Atsugi (Japón) desde la que partían los aviones espía U-2 que sobrevolaban la Unión Soviética. Oswald había sido entrenado en el manejo de radares y se le había dado autorización para acceder a información clasificada, supuestamente tras revisar cuidadosamente sus antecedentes y comprobar que no había nada sospechoso en ellos. También se le proporcionó instrucción en el manejo de armas, aunque sus registros como tirador nunca fueron buenos. Lo mismo ocurrió con su conducta. Hubo de comparecer dos veces ante una corte marcial y finalizó su servicio con el grado de soldado de primera clase, licenciándose un año antes de lo que correspondía tras alegar que debía cuidar de su madre.
Deserción
No era más que una burda excusa. En octubre de 1959, Lee Harvey Oswald abandonaba Nueva Orleans y tomaba un barco para Finlandia, desde donde lograba pasar a la Unión Soviética. Dijo a las autoridades de aquel país que admiraba el comunismo, por lo que deseaba renunciar a su ciudadanía estadounidense y quedarse a vivir en la URSS. Su petición de nacionalidad fue rechazada, pero se le permitió seguir en territorio soviético después de que tratase de suicidarse cortándose las venas. Minsk sería el lugar escogido para enviar a este antiguo marine y allí conocería a Marina Prusakova, sobrina de un coronel de la inteligencia soviética. El matrimonio tendría una hija pero ni su nacimiento les aportaría la felicidad pretendida.
Oswald repudiaba los Estados Unidos, pero la oscura vida de empleado de una fábrica de componentes electrónicos a la que le habían condenado los comunistas tampoco le satisfacía. Contactó con la embajada norteamericana y solicitó que le permitiesen regresar. La 'caza de brujas' desatada por el senador Joseph McCarthy había provocado la defenestración de literatos, cineastas, periodistas y políticos. Cualquiera que leyese a Marx era tachado poco menos que de idólatra del diablo. Pero la fortuna sonrió al desertor. Las autoridades no pusieron ningún reparo a la hora de devolverle el pasaporte estadounidense. En junio de 1962, Oswald entraba de nuevo en su país natal acompañado de su esposa soviética y la pequeña June.
Extrañas compañías
El matrimonio se trasladó a Forth Worth, donde Oswald había vivido tiempo atrás con su madre, y poco después se instaló en Dallas. Allí comenzaría a llamar la atención por sus actividades procastristas, que extendería también a Nueva Orleans, donde residiría igualmente. Repartía pasquines por la calle en calidad de miembro del Comité Juego Limpio Para Cuba, una organización cuya sede estaba en el mismo edificio en el que tenía su oficina Guy Banister, un antiguo agente del FBI cuyo odio hacia los izquierdistas no tenía nada que envidiar a aquel del que hacía gala McCarthy. Sería precisamente este hecho, el de las inexplicables compañías que frecuentaba Oswald, el que llevaría a Jim Garrison, el fiscal que reabrió el caso y cuya historia trasladó Oliver Stone a la gran pantalla, a elaborar su teoría de una conspiración en la que el presunto asesino no habría sido sino un instrumento en manos de personas u organizaciones más poderosas decididas a acabar con el presidente.
Pero Banister no fue la única figura extraña que se cruzó en el camino de Oswald. Aún más elusivo resulta George de Mohrenschildt, hijo de un millonario que había escapado de la Unión Soviética poco después del triunfo de los bolcheviques. Geólogo de profesión, llegó a trabajar para Clint Murchison, uno de los magnates petroleros más prominentes de Texas y en cuya casa, apuntan algunos testigos, se celebró una extraña reunión el 21 de noviembre de 1963 que habría contado con la asistencia del vicepresidente Johnson, el futuro presidente Nixon y el director del FBI, J. Edgar Hoover. De Mohrenschildt llevaba años viviendo en Dallas cuando trabó contacto con Oswald, cuya esposa, Marina, se hizo muy amiga de la de este furibundo anticomunista. A partir de ese momento, se convertiría en una suerte de tutor del inadaptado muchacho.
El momento de la verdad
La tensión en el seno del matrimonio Oswald era evidente para las pocas personas con las que se relacionaban. Marina no acababa de amoldarse a la vida en América y Lee se comportaba a veces de forma violenta con ella. El dinero escaseaba y por ello otra amiga de Marina, Ruth Paine, le consiguió un empleo al joven en el Texas School Book Depository de Dallas. Empezó a trabajar a comienzos de octubre, poco después de efectuar un viaje a México durante el cual contactó con miembros de la Embajada soviética, supuestamente con el objetivo de que le ayudaran a entrar en Cuba.
En marzo de 1963 había comprado por correo un rifle Mannlicher-Carcano usando el alias A. Hidell y semanas después, según declaró Marina a la Comisión Warren, intentó matar al general Edwin A. Walker, miembro de la John Birch Society que había sido relevado del mando de una división establecida en Alemania por difundir propaganda derechista entre sus tropas. El militar estaba sentado en su casa, a escasos metros de su agresor, pero únicamente fue alcanzado en el antebrazo. De haber sido Oswald el autor de los disparos, como concluyó la Comisión Warren, su puntería no estaba demasiado afinada ese día de abril.
Oswald no fue responsabilizado del intento de asesinato del general Walker sino hasta después del magnicidio de Kennedy. La lógica de los investigadores rezaba que el inestable Lee, movido por su ideología marxista, había tratado de segar la vida de un extremista de derechas, del mismo modo que posteriormente acabaría con JFK en respuesta a los planes de invasión de Cuba que éste había amparado.
El 22 de noviembre, Oswald se cobraba su pieza. Abatía al presidente alojando en su cuerpo dos de las tres balas salidas de su rifle en apenas ocho segundos. Mataba también al policía que le había dado el alto menos de una hora después del crimen, J. D. Tippit, y era arrestado en un cine en el que se había refugiado. Era su momento de gloria. Todos los focos apuntaban hacia él. Tocaba vindicarse. Pero Lee no confesaría nunca. Negaría ser dueño del arma homicida y alegaría que las fotografías en las que aparecía sosteniéndola estaban trucadas. Jamás tendría la oportunidad de exponer sus argumentos frente al tribunal. El 24 de noviembre, mientras los agentes se disponían a trasladarle a la cárcel del condado, Jack Ruby, dueño de un club nocturno, penetraba en el sótano de la comisaría y le disparaba a quemarropa en un intento, diría tras ser detenido, de ahorrar al país y a la desolada viuda el trauma de un proceso judicial. Alcanzado en el estómago, Lee Harvey Oswald, moría a las 13.07 horas de ese mismo día.
Mientras la nación lloraba la muerte de su líder, el cuerpo de su presunto asesino era sepultado en el cementerio de Forth Worth. Las únicas lágrimas que mojarían la lápida serían las de su madre. A ella le correspondería defender la inocencia de su hijo. Nunca cejaría en su empeño de que el caso fuese reabierto, mas su prédica resultaría baldía. ¿Actuó solo Oswald? ¿Apretó realmente algún gatillo? De haberlo hecho, ¿le movían sus ideales marxistas o respondía a las órdenes emanadas de alguna oscura facción de la comunidad de inteligencia? Preguntas con las que los investigadores llevan décadas obsesionados, perdidos en el laberinto inextricable de un crimen que, para muchos, jamás quedará convenientemente resuelto.