![Las cloacas de Camelot](/RC/201311/10/Media/kennedy-marilyn-monroe--647x340.jpg)
El emporio Kennedy destinó ingentes cantidades de dinero y tiempo a cultivar el mito de una época plagada de promesas en la que todo era posible merced a que en la Casa Blanca habitaba una suerte de Rey Arturo capaz de borrar de un plumazo cuantos sufrimientos aquejaban al mundo blandiendo el arrollador poder de su carisma. Apuesto, brillante y culto, John F. Kennedy era el Mesías tan anhelado por un país que se desangraba en medio del odio racial, el príncipe heredero de la primera dinastía real de la nación que menos de doscientos años antes había rechazado cualquier veleidad monárquica pero que andaba deseosa de arrojarse en brazos de una familia cuya majestuosidad no tenía nada que envidiar a la de aquellas otras europeas por las que corría sangre azul. Sus asesores aplicaban al dedillo el ideario del patriarca del clan, Joseph P. Kennedy, un hombre que encontró en el dinero y la política el modo perfecto de resarcir a los irlandeses de Boston de las humillaciones infligidas por los 'brahmanes'.
Allá donde iban había un fotógrafo dispuesto a plasmar las maravillosas andanzas del batallón armado por el embajador: partidos de fútbol en los que los chicos Kennedy peleaban hasta la extenuación por la victoria, regatas que ponían de relieve su destreza al timón, bucólicos paseos por las playas de Hyannis Port y Cape Cod, ceremonias castrenses en las que se reconocía el valor exhibido en el teatro de operaciones de la Segunda Guerra Mundial, audiencias con un Papa que no tenía reparos en colocar sobre su regazo al benjamín de la camada, bodas suntuosas a las que asistía la alta sociedad. Sobre todo, la perfecta unidad de una tribu que hacía bueno el lema de los mosqueteros: "todos para uno y uno para todos".
Mas tras la brillante fachada estaban las alcantarillas. Camelot tenía un lado tenebroso que con el correr de los años se han encargado de retratar los historiadores a través del relato de antiguos devotos arrepentidos y, más comúnmente, de detractores dispuestos a derribar al ídolo con pies de barro que, en muchos aspectos, fue JFK. Mafiosos, anticastristas, políticos corruptos e incluso estrellas de cine pululan por esta narración que saca a la luz algunos de los más escabrosos secretos de la política americana de mediados del siglo XX.
El zorro que custodiaba a las gallinas
Una figura protagoniza buena parte de la crónica, la de Joseph P. Kennedy. Fue él quien se propuso llevar a Jack hasta el Despacho Oval y para lograrlo no dudó en aliarse con quien fuese necesario, incluso con el mismísimo diablo.
Director de banco a los 25 años, este hijo de un antiguo tabernero y cacique político, que había iniciado la saga tras casarse con la hija del alcalde de Boston, amasó su fortuna gracias a una sagacidad poco común a la hora de invertir, su capacidad para adelantarse a los acontecimientos y una absoluta falta de escrúpulos. Así consiguió salir indemne del 'crack del 29' y se enriqueció aún más importando licores en tiempos de la 'Ley Seca'. De aquella época datan sus conexiones con la 'Cosa Nostra'. Hombres como Lucky Luciano se llevaban los palos mientras Kennedy mantenía su impoluta imagen aprovechando sus conexiones políticas, las mismas que le sirvieron para conseguir licencias para almacenar whisky aparentemente con fines medicinales con los que llenaría los bares inmediatamente después del fin de la prohibición. Nunca olvidaría a sus viejos aliados, ni siquiera cuando el presidente Franklin D. Roosevelt le colocó al frente de la Securities and Exchange Commission (SEC), el organismo encargado de regular el marcado de valores y de evitar los tejemanejes de hombres como él que habían derivado en la debacle de Wall Street. Era como poner al zorro a custodiar a las gallinas.
Algo similar ocurrió con su incursión en Hollywood. Poco le importaba el arte. Su única obsesión era ampliar los fondos disponibles para su gran proyecto: conquistar la Casa Blanca. Claro que no hizo ascos a la hora de intimar con las estrellas, en particular con una de las más grandes de la época, Gloria Swanson. Un rasgo, su voracidad con las mujeres, que casaba mal con los preceptos de fidelidad conyugal impuestos por el catolicismo por el que supuestamente se regía y que transmitió a su progenie.
Traición a la Mafia
Joseph P. Kennedy no logró alcanzar su objetivo. Franklin D. Roosevelt le apartó del 1600 de Pennsylvania Avenue y tuvo que contentarse con el cargo de embajador en Inglaterra, algo nada baladí para un descendiente de irlandeses. Sería su segundo hijo, JFK, quien transformaría el sueño en realidad. Pero se lo debería a él y a sus amigos. El patriarca puso todo el clan al servicio del candidato, pero con eso no bastaba. La pugna con Nixon era muy reñida y se necesitaba la colaboración de viejos conocidos. Descolgó el teléfono y al otro lado del hilo halló a Sam Giancana. El capo mafioso de Chicago atendió sus súplicas y rellenó las urnas con los votos necesarios para que el aspirante demócrata se impusiese en Illinois. Ese Estado y Texas, metido en el zurrón por obra y gracia de Lyndon B. Johnson, le darían la victoria. Los hampones confiaban en que Jack sería digno hijo de su padre y les dejaría tranquilos. No tardarían en darse cuenta de su error.
La persecución de la Mafia sería, efectivamente, uno de los rasgos distintivos de la Administración Kennedy. Robert, hermano del presidente y fiscal general, profesaba un odio visceral hacia capos y secuaces. Sam Giancana, Carlos Marcello, Santo Trafficante, Meyer Lansky, Johnny Rosselli y, especialmente, Jimmy Hoffa, serían algunos de sus blancos. Pero, paralelamente, la CIA se servía de ellos para uno de sus proyectos más queridos, la invasión de Cuba.
El desastre de Bahía de Cochinos sería una de las manchas más oscuras en el expediente presidencial de John F. Kennedy. Más de mil exiliados cubanos quedarían atrapados bajo el fuego castrista en la playa Girón. Washington no autorizaría nunca el segundo bombardeo previsto en caso de que la fuerza invasora fuese repelida, pese a las demandas de los líderes en el exilio y de los jerarcas de la CIA. Contra esta última cargaría duramente el mandatario, pero siempre callaría el papel que la Mafia, ávida de recuperar los casinos perdidos tras la triunfal entrada de Castro en La Habana, había desempeñado en la operación. De puertas afuera, JFK renunciaba a cualquier pretensión de derrocar al barbudo comunista, pero la realidad era que seguía alentando los planes, coordinados por su hermano, para desalojarle del poder.
Amantes y golpes de Estado
La alianza con la Mafia sería uno de los oscuros secretos de Camelot, pero ni mucho menos el único. JFK había cimentado su ascenso, entre otros factores, sobre la imagen de vigor que se esforzaba en transmitir. Era el portador de la antorcha recogida por la nueva generación y, como tal, el 'súmmum' de la masculinidad. Pero de haberse conocido su historial clínico, difícilmente hubiera resultado escogido para el cargo. En su más tierna infancia padeció la escarlatina, su juventud estuvo marcada por la colitis y a mediados de los años cuarenta se le diagnosticó la enfermedad de Addison, una deficiencia en las glándulas suprarrenales. Arrastraba también graves problemas de espalda, originados por una vieja lesión deportiva que se agravó al ser embestida su lancha patrullera por un destructor japonés mientras combatía en la Segunda Guerra Mundial y que, siendo ya senador, le colocó a las puertas de la muerte tras una arriesgada intervención para insertarle una placa metálica que le estabilizase la columna. Esa era la razón por la que tenía una mecedora en el Despacho Oval y por la que empleaba un corsé que dificultaba sus movimientos, lo que pudo resultar fatal el 22 de noviembre de 1963 en Dallas cuando, tras recibir un primer disparo en la garganta, no pudo reaccionar con la rapidez necesaria para evitar la bala que le destruiría el cerebro.
Más turbio aún fue su papel durante el golpe de Estado que acabó con el asesinato, el 2 de noviembre de 1963, del presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dim Dienh, y que quedó al descubierto a raíz de la publicación de los llamados 'papeles del Pentágono' en los años setenta. De acuerdo con dichos documentos filtrados por Daniel Ellsberg, en el mejor de los casos, Kennedy estaba al tanto de lo que se estaba tramando y no hizo nada por salvar la vida de su teórico aliado, seguro de que era más un obstáculo que otra cosa para lograr la derrota de los comunistas de Ho Chi Minh.
Anecdóticas en comparación con todo esto, aunque mucho más sabrosas, serían sus innumerables aventuras sexuales con mujeres como Inga Arvad, una bella danesa de la que el FBI sospechaba que era una espía nazi; Judith Campbell Exner, amante a la vez que del presidente del capo Sam Giancana; o Marilyn Monroe, el mayor mito erótico del siglo XX que, según algunas fuentes, habría saltado de la cama del mandatario a la de su hermano Robert y cuya muerte, debida oficialmente a una sobredosis de barbitúricos, extendió un nuevo manto de sospecha sobre Camelot.