Sevilla a través de los ojos de los viajeros del Romanticismo

Roberts, Gautier, Manning o Ford fueron algunos de los ilustrados turistas que quedaron embriagados con una ciudad mestiza, populosa y fascinante

La Torre del Oro, de David Roberts

ABC

Aunque poco quedaba ya del esplendor vivido décadas atrás, la Sevilla decimonónica estaba cargada de cualidades capaces de fascinar a los turistas de la época: su aire oriental y mestizo , la calidez de sus gentes , su exótico clima y su insigne patrimonio, elementos capaces de cautivar a los más ilustrados viajeros. Muchos de ellos plasmaron en papel o en lienzo sus impresiones de la ciudad, como recoge la ruta cultural «La perpetuación de un mito. Sevilla revisitada por los viajeros románticos del XIX» elaborada por el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico (IAPH).

Paul Tournal, un reputado prehistoricista francés, la definió así en «Lettres sur l’ Espagne» (1866): «El sólo nombre de Sevilla ejerce sobre la imaginación un encanto irresistible , su clima es delicioso, el campo risueño y fecundo, el aire tibio y perfumado, el cielo de una pureza inalterable...». Fue solo uno de los muchos que quedó hechizado ante el embrujo de esta urbe milenaria que despidió el siglo XIX con un aire renovado tras la nostalgia de su esplendor anterior. Estos viajeros románticos llegaron a la ciudad principalmente en barco o carruaje, sumándose posteriormente el ferrocarril. Los hubo que remontaron el río Guadalquivir desde Sanlúcar de Barrameda, recibiéndoles la Torre del Oro, tal como plasmó David Roberts (1833) en un lienzo con una melancólica puesta de sol. Para los que llegaban en carruaje tras visitar Córdoba, el Templete de la Cruz del Campo era uno de los primeros hitos que destacaban, como hizo Richard Ford en su «Manual para viajeros en España» (1844).

El acueducto de Los Caños de Carmona , del que hoy solo queda una simbólica parte, era la siguiente estampa que encontraba el que se introducía a la ciudad por este trayecto, y cuyo juego de sombras sobre el paisaje inspiró una de las vistas de Ford (1831), un cuadro de Blanchard (1837) o un grabado de Eibner (1860), entre otros ejemplos. Ahora bien, todos los viajeros que acudían a Sevilla no dejaban pasar por alto sus monumentos más insignes: la Catedral y la Giralda, el Archivo de Indias y el Alcázar , joyas arquitectónicas en las que podían percibir desde el misterio exótico de los musulmanes a la grandiosidad y fastuosidad de la religiosidad de esta tierra. En la ruta editada por el IAPH definen a la Giralda como «el gran hito vertical recortado sobre el cielo azul que impresionó a Roberts y Lewis (1833), Dauzats (1836 y 1838) o Doré (1874), los cuales dieron rienda suelta a su imaginación para representar a esta ‘faja de ladrillos rosados’ como dijo Gautier (1840)».

Roberts realizó varios cuadros y dibujos con el ceremonial litúrgico como protagonista (1833); el mismo Gautier llegó a describir el templo como «una montaña hueca, un valle invertido: Notre-Dame de París se pasearía con la cabeza alta en la nave del centro ». El Alcázar, por su parte, colapsó las publicaciones de viajes de la época, convirtiendo a Sevilla en una especie de «Las mil y una noches» en las publicaciones de Laborde, Armstrong Wells o StuartWortley . Sus jardines fueron otro de los centros de atención de estos viajeros, prodigándose en dibujos, estampas y relatos de diversa índole.

En el entorno de Feria

La zona de la calle Feria era otro de los puntos predilectos de estos personajes, que supieron valorar la autenticidad de su mercado, uno de los edificios de servicios más antiguos de la ciudad; el carácter singular de algunas de las iglesias más antiguas de Sevilla, como Omnium Sanctorum ; así como el palacio de los marqueses de la Algaba , que a mediados del XIX acogió el Teatro Hércules o Teatro de la Feria. Las callejuelas estrechas del centro hacían las delicias de estos forasteros, que veían en el ambiente bullicioso que las recorría una especie de medina que les entusiasmaba. Sierpes en especial cautivó al diplomático Verhaeghe de Naeyer o al jurista galo Niboyet, mientras que otras calles como Fabiola y su lienzo de muralla sobrecogieron a muchos de los turistas decimonónicos. La Alameda, primer jardín público creado en Europa tras el drenaje de la laguna en el XVI que en esa época mostraba un aire decadente, tampoco dejó indiferente a los románticos nostálgicos que se acercaron a contemplar este espacio y la majestuosa Casa de las Sirenas .

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