Diario de maputo /2

Por qué siempre quiero volver a Mozambique

Maputo es una ciudad en obras, donde las antiguas y hermosas villas portuguesas conviven con nuevos rascacielos que anuncian que el dinero fluye

Por qué siempre quiero volver a Mozambique @alfarmada

alfonso armada

La memoria es un animal sensible. Y el burro, que es mucho más inteligente que el hombre, y por eso tiene la cautela de no demostrarlo nunca (solo se lo confesó, y muy quedamente, al poeta Juan Ramón Jiménez), lo escribe a diario con sus pezuñas en el gran cuaderno del mundo. En Sudán siempre se me quedaban mirando, perplejos, cuando acariciaba a sus burros. Eran los animales más bellos del país, y los más estoicos. Maltratarlos parecía un rasgo nacional. Puede parecer ridículo jurar en un artículo periodístico, porque se supone que nuestro pacto sagrado con el lector implica que todo lo que contamos es verdad, pero como se ha mentido tanto, y se miente tanto (no deja de extrañar que hayamos perdido (sobre todo en España, el fervor de los lectores), voy a volver a jurar, una afición que no practico desde que jugaba a los trompos y a meter la canica en el guá. Juro que cuando empecé esta segunda entrada de mi diario moçacambicano no tenía la menor idea de que los burros hubieran sido recientemente (hace un año es reciente, pese a lo que digan los gurús de la nueva ciencia de internet) noticia. Mi amigo el periodista José Luis Toledano, que durante un tiempo fue corresponsal de la agencia EFE en Mozambique, lo contó con su buen tino habitual. El título de la nota era una invitación tanto al amor como a la sonrisa: Los «burros-ambulancia» , la solución médica del Mozambique rural.

Todavía no he tenido ocasión de hablar con ningún burro, ni siquiera de acariciarlo. Y es que ya no abundan en las calles de Maputo, una ciudad a la que regreso después de un año de saudades. Porque siempre tengo saudades de esta ciudad, de este país, acaso el más amable de los muchos que he tenido la suerte de recorrer en África. Será por el portugués tan dulce que se habla aquí. Será por el natural buen humor de los mozambiqueños (siempre más pobres que los españoles, ¿por qué sonríen y comparten con una facilidad infinitamente mayor que la nuestra?). Será por la memoria de mi burro interior, animal sensible donde los haya. Al menos, a veces, nos queremos retratar así: como si aprendiéramos de nuestros errores, y como buenos cristianos que hace siglos hemos dejado de ser nuestro propósito de enmienda fuera sincero, y cumpliéramos como burros que jamás dicen lo que piensan, salvo con su terquedad.

La primera vez que llegué a Mozambique traía los ojos encharcados de sangre de Ruanda, y necesitaba lavarlos no con lejía sino con agua de jacaranda y de frangipangi, de acacia roja y de lluvia moçambicana. Era aquel mismo año de 1994, el mismo en que los mozambiqueños votaban por primera vez en unas elecciones democráticas, las primeras después de la colonización lusa, pero sobre todo las primeras tras el largo confronto civil, una guerra instigada del exterior (cuando en el gran teatro africano las superpotencias dirimían sus diferencias políticas, económicas e ideológicas en el ring mundial de la guerra fría). Lo he escrito en más de una ocasión, pero es que me encanta recordar aquella mañana azul en Inhambane, al norte de Maputo, donde estaban estacionados los cascos azules de mi amigo Morgan. Allí pude comprobar cómo mucho antes de que despuntara el sol sobre la daga del Índico ya se habían formado larguísimas colas de mujeres vestidas con sus capulanas más alegres y de hombres con sus camisas de blanco resplandeciente. Bajo los grandes cajueiros de sombra democrática, el bondadoso árbol del anacardo, pero también a pleno sol, la gente esperó religiosamente el momento de votar. Fue uno de esos días que consiguieron devolverme la fe en la democracia. ¿Por qué nos cansamos tan pronto de todo en España?

Después nunca dejé de volver a Mozambique cada vez que he tenido la oportunidad. Ahora que se han acabado los enfrentamientos con elementos de la antigua guerrilla de la Renamo, en el norte, que hay un nuevo presidente bien engrasado por la maquinaria política, económica y por tanto electoral del Frelimo (que lleva gobernando el país desde la independencia), que Maputo es una ciudad en obras, donde las antiguas y hermosas (y muchas maravillosamente cuidadas) villas portuguesas conviven con nuevos rascacielos que anuncian que el dinero fluye, volver a Maputo es saborear una papaya hecha de realidad y de recuerdos que no envejecen mal. No me extraña que Bob Dylan cantara que adora perder el tiempo aquí. Cuando llegué, llovía mansamente. Los funcionarios de la aduana, lentos y amables, no eran impertinentes ni sediciosos. Y mostraban una paciencia infinita con los vanidosos británicos que se saltaban la cola argumentado, como uno especialmente odioso (al que vi hace dos noches trasladando su estupidez por el lujoso hotel Polana) que era «too old» para esperar. Mi habitación en el hotel Jacarandá no estaba lista, por eso aproveché la mañana del domingo para reanudar la vieja amistad con la ciudad, pare recrearme en los nombres de las calles que parecen un repertorio de la revolución y sus sueños, tan maltrechos: avenidas como la Sekou Touré, Mao Tsé Tung, Lenine, Patrice Lumumba, Karl Marx, o la Friedrich Engels. Ah, si los burros nos pudieran confiar lo que ya han aprendido de nosotros. Siempre es una delicia volver a Maputo.

Por qué siempre quiero volver a Mozambique

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación