De Hendaya a París: cómo late hoy el corazón de Francia

Una periodista de ABC viaja en tren a la capital francesa más de dos meses después de los atentados del 13 de noviembre

La Place de République de París, lugar de homenaje para las víctimas del terrorismo S. N.

SILVIA NIETO

Hendaya , la primera parada antes de llegar a París , es una tierra de frontera donde la impronta francesa brota de inmediato. La naturaleza bilingüe de sus habitantes convive con las «brasseries» que surgen nada más salir de la estación de trenes, con los pequeños chalés ajardinados, con los precios de las tiendas y la calma que se apropia de la ciudad cuando comienza a caer la tarde. Todo respira historia. En la parte alta, de espaldas a un mar poblado de pequeñas embarcaciones, mientras llueve con mansedumbre y el sol se disuelve en el cielo, el Monumento a los Caídos recuerda a las víctimas de una «Grande Guerre», la de 1914-1918, pronto minimizada por el horror que alcanzó la que estalló en 1939. Un monolito con la Cruz de Lorena conmemora a la Resistencia contra el nazismo justo al lado, mientras los puestos de la feria cercana, cerrados, acentúan la parsimonia del ambiente. En octubre de 1940, Franco y Hitler se encontraron en esa localidad para cerrar un acuerdo de colaboración que no llegó a buen puerto y que todavía suscita polémica entre los historiadores. Los trenes de la SNCF, la compañía equivalente a la Renfe española, parten aún de sus vías. En 2011, Guillaume Pepy, su presidente, admitió que la empresa fue «un engranaje de la máquina nazi de exterminio» . Las cifras hablan solas: veintiún convoyes trasladaron a 22.407 personas desde Drancy, en las afueras de París, hacia Auschwitz , cerca de la ciudad polaca de Cracovia, entre 1943 y 1944. Ahora, muchos evocan el espíritu del «maquis» para vencer el miedo causado por el terrorismo.

El puerto de Hendaya S. N.

Impronta francesa. Quizá los postes de publicidad sirvan para desvelar la naturaleza y las preocupaciones de un país. Desde ellos, los carteles anuncian la próxima película del popular Jean Dujardin —«Un + Une», dirigida por Claude Lelouch — o tientan a los jóvenes, con imágenes de militares, a alistarse en el Ejército. Hay cierta confluencia entre dos señales sin relación aparente. Dujardin, ganador del premio Óscar a mejor actor por su papel en «The Artist» en 2012, expresó «su pena intensa» después de los atentados del 13 de noviembre. Sus conciudadanos acompañaron ese lamento: imágenes, mensajes en las redes sociales. La Torre Eiffel dentro del símbolo de la paz. Las fotografías bebiendo en una terraza para desafiar al miedo. Las velas que inundaron los lugares donde cayeron las víctimas. Otros dieron un paso adelante. Como publicó el diario «Le Monde» días después de los ataques, las peticiones para unirse a las Fuerzas Armadas francesas se triplicaron tras la muerte de 130 personas a manos de los yihadistas: de las 500 solicitudes diarias se pasó a las 1.500. En la estación de trenes, el celo por la seguridad tarda en surgir. Hay que embarcar a París. Entonces la sonrisa amable de un empleado de la SNCF acompaña a tres policías que vigilan la operación. Los pasajeros entregan los billetes, suben. Ningún control previo. El convoy hará escala en Burdeos y terminará su trayecto en la Gare de Montparnasse , en el corazón de la capital gala. Esperan cinco horas de viaje en silencio, como paradójicamente pide un altavoz.

«Bus 96»

La Gare de Montparnasse no posee la belleza de sus hermanas parisinas. No tiene la gran torre de reloj de la Gare de Lyon , ni la fachada acristalada de la Gare du Nord y la Gare de l'Est , fruto de la pericia constructora del siglo XIX. Su ubicación disculpa esa falta: bajando las escaleras, aguarda el bullicio propio de un lugar de paso y surgen los rasgos inconfundibles de la ciudad. Los techos con «mansardes», abuhardillados, recuerdan que la lluvia condicionó su construcción. La firma de los arquitectos aparece junto a los portales, quizá orgullosos de su obra. La distribución de los balcones, ordenada por el barón Haussmann durante el Segundo Imperio (1852-1870), persiste. La pregunta personal brota: ¿Seguirá todo igual? Han pasado más de dos meses de los atentados del 13 de noviembre, que mataron a 130 seres humanos, hirieron a 300 e inundaron de miedo gestos tan cotidianos como beber una cerveza o asistir a un concierto. Las primeras impresiones muestran la pugna por recuperar la normalidad. El autobús 96, que sale de la Gare de Montparnasse y termina su recorrido en la septentrional Porte des Lilas , cruza el corazón de París hacia el norte. Primero atraviesa la rue de Rennes, una arteria comercial tocada por el terrorismo en diciembre de 1986. Un atentado reivindicado por Hizbolá quitó la vida a 7 personas. La bomba estaba en una papelera pública, desde entonces simples bolsas de plástico para detectar mejor las amenazas. Echamos un vistazo a las tiendas. Ha anochecido y son casi las siete de la tarde, pero las vitrinas resplandecen, los comercios parecen activos y el tráfico es denso. Al fondo espera la iglesia de Saint-Germain-des-Près , que da nombre a ese barrio identificado con escritores y cultura. El cercano Café de Flore acogió durante décadas las reuniones del filósofo Jean-Paul Sartre y la pensadora feminista Simone de Beauvoir.

El bar Le Carillon, reabierto S. N.

París no es una ciudad, sino varias. Cada barrio tiene sus particularidades. Los distritos diez y once se identifican con bohemia e inmigración , una especie de zona canalla a salvo de la mordaza turística que acosa al resto de la capital. También con los «bobo», término controvertido y acuñado por David Brooks, periodista del diario estadounidense «The New York Times», en el año 2000: «jóvenes de buena posición, bien educados», según «Le Monde», que reavivan esas áreas conocidas por su pedigrí popular. A dos minutos a pie del Canal Saint-Martin, los bares Le Carillon y Le Petit Cambodge se sitúan uno frente al otro. El primero retiró las montañas de velas, flores y mensajes de condolencia y reabrió sus puertas a mediados de enero, para acoger a una clientela que se abarrota en su acera un sábado por la noche, cerveza en mano. Las paredes parecen recién pintadas, y las sillas de la terraza, nuevas.

Un empleado compra barras de pan en el «Franprix», el supermercado próximo. Calma. Guirnaldas colgadas en los edificios que presiden esa intersección de calles. El Hôpital Saint-Louis, justo al lado, no se inmuta. Los médicos de ese centro cuidaron a las primeras víctimas. En una de las fachadas de Le Carillon, los amantes de la fotografía de Doisneau se han convertido en un grafiti donde leemos «Même pas mal» (No está mal). En otro, una pareja dibujada toma el aperitivo junto a un cartel con un mensaje de los trabajadores del local: «Queremos presentar nuestras condolencias y nuestra profunda solidaridad hacia las familias de las víctimas, sus cercanos, y todos los queridos amigos y clientes que formaron parte desde hace 40 años del alma de este lugar». En los márgenes, en insistente rojo: «Te quiero. Te quiero. Te quiero» . Le Petit Cambodge tiene los escaparates pintados de blanco. Los obreros han desmontando su interior, y solo algún cristal roto insinúa la presencia de una vela, o el recuerdo de la muerte a través de la página de una agenda, pegada en la pared, con fecha del 13 de noviembre, viernes, 2015. La pared de una escuela próxima acoge pintadas con «La libertad guiando al pueblo», el cuadro de Eugène Delacroix de 1830, donde «la Marianne» —la mujer que simboliza a la República— lidera a una tropa de revolucionarios. Una placa lamenta la deportación de sus alumnos judíos durante la Ocupación nazi.

«République»

Resulta extraño contemplar el Canal Saint-Martin vacío. La revisión de las esclusas y la operación de limpieza se realizó por última vez hace quince años. En esta ocasión han encontrado Vélib, las bicicletas públicas de la capital, o botellas, carritos de la compra y pedazos de retrete. A pie, una caminata de diez minutos conduce a Place de République , lugar improvisado de homenaje a las víctimas del terrorismo. Hasta allí se acercaron los habitantes de la ciudad el día después de los atentados, y en ese mismo el pánico creado por la violencia mostró una de sus caras más evidentes y absurdas: el simple estallido de una bombilla el sábado 14 de noviembre provocó la estampida de los presentes. Un gran mural con el lema de París preside ahora uno de los costados de la explanada: «Fluctuat Nec Mergitur». Es decir, «Es batida por las olas, pero no hundida» . Los curiosos se aproximan a la estatua central con cierta frecuencia y contemplan las flores o mensajes depositados a sus pies, tomando fotografías de vez en cuando. Otros pasan sin volver la mirada. Cerca, la pizzería La Cosa Nostra , también diana de los ataques, ha reabierto sus puertas y guarda todavía los objetos que los vecinos depositaron para mostrar su duelo.

La Place de République S.N.

«La ciudad — París — me encantaba porque era lo suficientemente grande como para darme una inefable sensación de soledad . La monotonía de aquella vida me adormecía. Veía pasar ante mí la mascarada de este mundo y no echaba nada de menos; estaba lo suficientemente cerca de las cosas como para no desear ninguna. No esperaba nunca nada de nadie ni nadie me esperaba a mí. (…) La primavera acababa de empezar, había una luz tierna y llovía dulcemente, sin parar», describió el periodista Josep Pla en su obra «La vida amarga». Esa lluvia dulce sigue cayendo sobre París, mientras la ciudad intenta recuperar el ritmo de su vida cotidiana y sus habitantes, que a veces cruzan sus pasos con los grupos de tres militares armados con metralletas, tratan de acostumbrarse al estado de emergencia que todavía guarda con celo su seguridad.

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