La ermita en una gruta donde nació la canción «Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva»
El Santuario de la Cueva Santa en Altura (Castellón) siempre ha sido un lugar de milagros, peregrinaciones y rogativas, desde el siglo XV a la gran sequía del XVIII, e incluso hasta hoy
La pequeña localidad que ha llegado a recibir nueve millones de peregrinos en un año
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La luz del sol va desapareciendo a medida que se desciende por la escalera que conduce al interior de la gruta y a la capilla donde se guarda la Virgen de la Cueva. Escalón tras escalón, el silencio se adueña del lugar, solo roto por el rumor del agua que brota de las paredes de roca. Una atmósfera especial, diferente, lo envuelve todo, y se siente una energía especial, la que han dejado miles de peregrinos y romeros a lo largo del tiempo.
Cueva Santa de Altura -santuario ubicado en un paisaje de belleza sin igual, en la Sierra de Carantona, en la comarca del Alto Palencia de Castellón-, es, además de un desconocido y olvidado enclave, singular y sorprendente, de nuestra España Mágica, uno de los centros devocionales marianos más importantes de nuestro país, donde se produjo el último milagro oficial avalado por la Iglesia del pasado siglo XX.
Su historia, mágica y prodigiosa, comenzó en el siglo XV. Según las viejas crónicas, a uno de los muchos pastores que buscaban refugio en la cueva se le apareció la Virgen -entonces llamada del Latonero-, indicándole dónde se hallaba una escultura tallada por fray Bonifacio Ferrer, prior de la Cartuja de Vall de Cristo, y hermano del insigne san Vicente Ferrer, patrón de Valencia.
Ya en el siglo XVI, a la gruta llegó el matrimonio formado Juan Monserrate e Isabel Martínez, desterrados de la villa de Jérica por padecer la enfermedad de la lepra. Estigmatizados socialmente, ubicaron su hogar en la sima en la que hallaron de forma prodigiosa la talla virginal que dejó u olvidó el pastor. Según la leyenda, todas las mañanas Isabel rezaba a la Virgen y lavaba las heridas de su marido con el agua que brotaba de las paredes de la sima. Transcurridos nueve días se les apareció un monje, quedando Juan Monserrate curado de su mal. Fue así como dio comienzo la fama milagrosa del lugar y la talla, primero por las comarcas y luego por toda la tierra valenciana, de los que dieron buena cuenta los sacerdotes Bartolomé Lleo, Mateo Marco, José Salinas y La Justicia -cuyas crónicas se guardan en la Biblioteca de Vall de Cristo- y que hicieron que en el siglo XVII se instalaran en la cueva y levantaran una pequeña capilla, y una hospedería en el siglo XVII.
Una imagen con misterio
Hoy, en pleno siglo XXI, entraremos por la misma puerta que levantaron los cartujos y por la que han pasado a lo largo de los siglos miles de personas, dejando a un lado el árbol que daba nombre a la cueva, el Latonero. En nuestro descenso a las prfounidades de la gruta por la ancha escalera podremos contemplar numerosos azulejos en las paredes. Rostros y nombres de mujeres, niños y hombres, exvotos dejados por todos aquellos que vinieron en busca de auxilio y vieron sus plegarias concedidas.
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A mitad de camino hallaremos una escultura que recuerda el hallazgo de la talla virginal por Isabel y Juan, en el mismo lugar donde según la tradición afirma que se produjo, y más tarde un gran sepulcro, el de fray Bonifacio Ferrer, que primero fue enterrado en el Claustro Mayor de la Cartuja de Vall de Cristo, trasladado hasta aquí a principios del siglo XX. Tras descender treinta metros, en el fondo de la cueva -que se formó por la erosión kárstica y cuyas galerías se extienden a lo largo de cien metros- en una gran sala, contemplaremos la capilla donde se guarda y venera la Virgen de la Cueva, llamada por los pastores Blanca Paloma, patrona de los espeleólogos, de los jubilados y de la diócesis de Segorbe-Castellón, venerada además en países como Venezuela, Colombia y Costa Rica. Protegido por un enrejado, en un templete de columnas salomónicas de jaspe se halla la imagen; un bajo relieve de yeso, de veinte centímetros de alto y diez de ancho, enmarcado en un molde de madera, con el rostro anciano de la Virgen, vestida de viuda, con sobretoca, y el rostro y cuello tapados. Una talla que es en sí misma un misterio: ¿cómo es posible que la talla de yeso no haya sufrido deterioro alguno en quinientos años a pesar de las condiciones de humedad?
Saldremos de la cueva santuario por la misma escalera por la que accedimos. Por sus paredes cae el agua que es recogida por fieles y devotos, y en la roca, queda la huella de la tierra que, junto con la cal durante la construcción de la ermita, se llevaban las gentes como remedio para algunas enfermedades. En nuestro viaje hacia al exterior, hacia a la luz, contemplaremos un gran retrato en cerámica, es el exvoto de Josefa Alapont, enferma de Parkinson, quien recuperó la salud de forma prodigiosa en 1996 tras visitar el santuario, es la protagonista del último milagro oficial de la Iglesia del siglo XX. Y casi en el exterior una campana, dejada por los cartujos y que según la tradición siempre suena cuando se produce un prodigio. Y antes de salir, estén atentos, escucharán las plegarias de los agricultores que acuden al lugar y una canción popular, una tonadilla que nació en la gran sequía del siglo XVIII, que se entonaba y sigue entonando implorando lluvia, e inmortalizada por Chueca en una de sus zarzuelas ('El año pasado por agua'): «Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva».