Antequera: la invención del paisaje
El escritor malagueño Ignacio Moreno Gozálvez pasea en este artículo por Antequera, la ciudad de los dólmenes, Patrimonio de la Humanidad, y de otros tesoros menos conocidos

Antequera pesa y vuela. Arraigada en su tradición y fecunda en sus aportaciones, rica en su tesoro y algo celosa de su intimidad, es al extenderse hacia el paisaje que la rodea cuando la ciudad revela su auténtica hondura.
Hay quien piensa que la meditación ... circunscrita a un punto geográfico cualquiera nos dará la clave de todo. Antequera no tiene un punto privilegiado, sino dos, que proponer. A decir verdad, no son puntos, sino cerros: el de la Veracruz y el del Castillo . Entre ellos, como un mosaico de pardos y blancos sobre el que se elevan en barroco vuelo interior las torres de San Sebastián, San Agustín y Madre de Dios, se desparrama la ciudad. Los dos cerros se contemplan con un sosiego que nada trasluce de la ansiedad con la que moros y cristianos debieron cruzarse las miradas allá por 1410, cuando el Infante don Fernando plantó sus tropas en el de la Veracruz para conquistar la alcazaba, hoy castillo de Papabellotas . Desde ambos oteros se vislumbra un hermoso panorama de vega y sierras que da a Antequera sustento, carácter y sentido. Para penetrar en el alma antequerana hay que ascender a estos cerros, por las relucientes y empinadas callejuelas, y pararse a escuchar la interminable conversación que mantiene la ciudad con su paisaje, la historia que mutuamente se cuentan. Por sorprendente que resulte, este parlamento, que atraviesa más de cuarenta siglos y extiende sus susurros hasta la aurora de la civilización, sólo en los últimos años ha empezado a ser escuchado.
Alentar el redescubrimiento del paisaje, y con él, su sentimiento y cuidado, es en España –reflexiones literarias de los noventayochistas aparte- empeño reciente. En su cuarta epístola a Burlington, fechada en 1731, Alexander Pope , teórico ilustrado del paisajismo, afirma que todo debe adaptarse al espíritu y los usos del lugar, de forma que la belleza no le sea impuesta a la fuerza, sino que surja de él. En otras palabras, al adaptar el entorno natural a las nuevas circunstancias, hay que prestar atención al cúmulo de asociaciones y recuerdos que, de manera fluida y permanente, enlazan la tierra y el agua con las urbes, los monumentos y las vidas de las personas.
La visita a Antequera proporciona una excelente ocasión para valorar la íntima relación entre paisaje y ciudad. Estiremos un poco las piernas. Subimos al cerro del Castillo y nos situamos en la cima del Arco de los Gigantes . Desde allí, divisamos una perspectiva privilegiada. Hacia el oriente, más allá del pueblo extendido a nuestros pies, vemos la policromía de la vega antequerana y, al fondo, la Peña de los Enamorados. Este monumento natural revela toda su belleza al ser contemplado de lejos, cuando muestra el perfil de un rostro humano esculpido en la piedra. Evocada por Cristobal Colón en su viaje de descubrimiento, objeto de una hermosa leyenda fronteriza y presente en muchas de las crónicas de la ciudad, la montaña ha adquirido un nuevo sentido al convertirse en elemento integrante del Sitio de los Dólmenes de Antequera , declarado Patrimonio Mundial de la Unesco en 2016, junto a los dólmenes de Menga y de Viera, el tholos del Romeral y la sierra de El Torcal.

Verdaderos precursores de la perspectiva paisajística en Europa, los desconocidos constructores de Menga, Viera y El Romeral revelan una sorprendente sensibilidad hacia el paisaje. En su leve y, sin embargo, perdurable forma de estar sobre la Tierra, estos precoces visionarios, homenajeados por el arquitecto y urbanista Le Corbusier en su visita a Menga, orientaron sus monumentos funerarios no a la salida del sol, como es habitual, sino a hitos terrestres en los que hallaron un significado. Uno de los valores excepcionales reconocidos por la Unesco es, justamente, esa relación entre arquitectura megalítica y paisaje. La célebre perspectiva londinense que traza un eje imaginario entre el castillo de Windsor y el observatorio de Greenwich tiene un precedente antequerano en el eje que, varios milenios antes, idearon nuestros ancestros al situar los dólmenes de Viera y Menga, el tholos de El Romeral y la Peña de los Enamorados en línea recta.
La integración de urbe y paisaje, arquitectura humana y natural, ha alentado en Antequera la feliz iniciativa de construir una red de miradores desde los que, mientras recorremos el pueblo, podemos contemplar la perspectiva que ofrecen la vega y el peñón. Este singular espacio, desgraciadamente, no ha resultado inmune a las agresiones del promotor fáustico –ese gran enemigo del paisaje-, a pesar de las medidas adoptadas para paliarlas.
Antequera plantea la reflexión sobre el uso que hacemos de nuestro paisaje heredado. El crecimiento urbano, la industrialización, la apertura de vías de comunicación más rápidas pero también más invasivas, plantean retos a su protección. ¿Cómo crecer, conservándolo? A la hora de elaborar y poner en práctica políticas e iniciativas en materia de gestión y ordenación paisajísticas conviene tener presente que la vista desde el jardín puede llegar a ser tan importante como el propio jardín.
* Ignacio Moreno Gozálvez es escritor, autor de El Encanto (EDA Libros)
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