Mariano Álvarez, maestro de los damasquinadores toledanos
Una reparación histórica de este extraordinario cincelador y damasquinador

La historia es injusta con algunos grandes artistas que en vida gozaron del justo reconocimiento nacional e internacional que merecía la excelencia de su trabajo, pero que por esos caprichos del destino el tiempo se encargó de sepultar en el olvido. Uno de estos artistas, cuya memoria tenemos el deber de recuperar, fue Mariano Álvarez.
La reparación histórica de este extraordinario cincelador y damasquinador, la hemos iniciado en el ensayo, recientemente publicado, Una historia del damasquinado toledano. Pero después de dar el libro a la imprenta han aparecido nuevos datos sobre su vida que justifican la publicación de este artículo monográfico.
Natural de Madrid, Mariano Álvarez Sánchez no quiso seguir el oficio al que lo tenía su padre destinado, el grabado en metales, e ingresó como aprendiz en el taller de José Sánchez Pescador, el mejor cincelador de la época, autor, entre otras muchas obras, de las puertas de bronce del Congreso de los Diputados. Alumno aventajado y excelente dibujante, con apenas veinte años, en 1855, ganó por oposición la plaza de Maestro de taller de grabado y cincelado en la Fábrica de Armas Blancas de Toledo. En la ciudad del Tajo reinventó el arte del damasquinado, paralelamente a su resurgimiento en Éibar gracias a Eusebio y Plácido Zuloaga. Álvarez desarrolló un sistema de damasquinado en el que no tuvo rival, diferente del que realizaban los eibarreses: en una misma obra repasaba, cincelaba, grababa y damasquinaba. En 1858 ya obtiene una mención honorífica en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid con una daga y un puñal cincelados y grabados, con incrustaciones de oro y plata. Fue el comienzo de una carrera llena de éxitos que dio justa fama a la Fábrica de Armas Blancas de Toledo en todo el mundo. Esta, sin embargo, nunca le reconoció debidamente su mérito artístico, pues apenas le pagaba 7.000 reales anuales. Quizás fue esta la razón que llevó a Mariano Álvarez, junto a otros maestros de la Fábrica como Críspulo Avecilla o Dionisio Martínez, a dimitir del cargo de Maestro de primera y a establecerse por su cuenta, no en Madrid, de donde era natural, sino –como le dijo a su amigo Federico Latorre– en «su Toledo». Puso tienda y taller en Cuatro Calles, 2, que permaneció abierta hasta su muerte, acaecida en 1899, y aun después, pues en 1901 todavía aparece a su nombre el establecimiento de Cuatro Calles.
Entre sus obras más importantes destacan la gran bandeja repujada y damasquinada que fue premiada en la Exposición Internacional de París de 1878 y que mereció ser portada de la revista La Ilustración Española y Americana; la magnífica bandeja cincelada y damasquinada que el Cuerpo de Artillería regaló a Emilio Castelar; un bargueño de 1,10 metros de largo por 0,65 para el zar de todas las Rusias; una daga damasquinada y grabada para el rey Víctor Manuel, el cual, agradecido, le correspondió concediéndole una medalla de oro; espadas de capricho para los reyes Amadeo I y Alfonso XII, y para los generales Quesada y Sánchez Bregua; el ánfora nazarí que regaló la Diputación Provincial de Toledo a María de las Mercedes con ocasión de su boda con Alfonso XII, o el vaso de hierro tallado y damasquinado construido por Álvarez en 1885 para el propio rey; la moharra, cuento y guardamano del estandarte «viejo» del regimiento de Húsares de la Princesa, o el sable prusiano que el duque de Nájera obsequió al infante don Antonio con motivo de su boda, sin olvidar una arqueta damasquinada que le encargó una Sociedad de señoras de Madrid para recoger los donativos al papa León XIII, lo que le valió, cuál sería su sorpresa, una medalla de oro con un diploma dedicado por S.S. al artista.
Sus éxitos no se le subieron a la cabeza a un artista que solo supo entregarse a su trabajo y que, según cuenta Latorre, no tuvo ningún apego al relumbrón. Con el mismo entusiasmo cogía el buril y el martillo que dibujaba y modelaba, ensayando diseños, sobre todo en estilo Renacimiento, que luego realizaba en relojes repujados, tapas de libros, dagas, marcos, brazaletes y miles de objetos exquisitos que le proporcionaban (no sabemos si Francisco Latorre exageraba) un ingreso aproximado de dos millones de reales. Los que lo conocieron lo describen como un hombre muy apegado a su trabajo y poco a los honores. En 1876 se le concedió la Cruz de Isabel la Católica, y si la aceptó fue porque un amigo pagó los derechos y las insignias; en cambio, como no hubo nadie que se ocupara de estos menesteres cuando se le concedió la Encomienda de Carlos III, quedó anulada dicha concesión. Solo por complacer a su hija y a sus amigos consistió en colgar en su tienda de Cuatro Calles un cuadro con las medallas con los que había sido premiado en las Exposiciones nacionales e internacionales. Madrid en 1858 y 1878, Toledo en 1866, Viena en 1873, París en 1867 y 1878, Madrid, en 1883, Barcelona en 1888 y otras ciudades le otorgaron merecidos galardones.
Su amigo Federico Latorre cuenta emocionado cómo el 29 de agosto de 1899, a las 6 de la mañana, Mariano Álvarez se asomó a la ventana de su casa a aliviarse del calor, y en ese momento un ataque al corazón lo dejó fulminado. Tenía 64 años. Viudo de doña Catalina Hornillo, con la que no tuvo hijos, dejaba en el mundo una hija natural, Mariana Álvarez y Sánchez.
Su labor no acabó con su muerte, sin embargo. Fue continuada por sus discípulos, entre los que sobresale Juan Ballesteros, uno de los mejores damasquinadores que ha dado Toledo . Pero esta ya es otra historia.
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