hacerse el vivo
Un hombre de verdad
«Gracias a él aprendí todo lo que hay que saber sobre los muchos mensajes que atesora el silencio»
De pequeño, cada vez que presentía que mi abuelo Paulino se preparaba para irse a dormir, salía sigilosamente al patio y, a través de las rendijas de la persiana, espiaba cómo se desenrollaba el vendaje que cubría su torso desde que, en la guerra, le pegaran un tiro, cerca de la ingle, en Lorca. Se desliaba la faja desde el pecho hacia abajo, muy despacio, con cuidado, como si hubiera recibido el disparo ese mismo día, un disparo que, en el caso de haber impactado unos centímetros más abajo y a la derecha, yo no estaría aquí escribiendo sobre él.
Alto, delgado, aún guapo, de piel tostada, con el pecho hundido y las piernas combadas, el pelo corto, fuerte y blanco, era para mí la viva imagen del héroe que había conocido el fuego y la sangre en lejanas guerras en las que a mí entonces, cuando aún jugaba con espadas de madera, me habría gustado combatir. Más tarde, me enteré de que, en realidad, fue un desertor. Tras ser herido, harto de la guerra y de estar tan lejos de su casa, arrojó el fusil y emprendió a pie el camino de regreso hasta su pueblo, Esquivias, con la mujer a la que amaba.
Nunca dos personas se quisieron tanto regañando más. Al fallecer ella, él se dejó morir, poco a poco, sin estridencias ni lamentos, algo tan absurdo y natural, tan complejo y sencillo, como nacer. Por qué tendremos que nacer, si hemos de morir, decía. Cuando falleció, sus hijos encontraron debajo del hule de la mesa de su casa un dinero que él había estado ahorrando desde hacía tiempo para que nadie tuviera que costear los gastos de su entierro. Poco después de ser enterrado, se supo por un amigo lo que hacía mi abuelo en esas tardes largas en que se iba a pasear por ahí, desapareciendo durante horas: se sentaba en el altozano, en un mojón de piedra de un olivar cercano al cementerio, y contemplaba durante horas los cipreses y las lápidas como quien estudia los muebles y la decoración de una futura casa dejada en herencia.
De dejarse quieto el cigarrillo en una esquina de la boca, le salió un carcinoma, por el que tuvo que ser ingresado en el hospital de Toledo. Sin tener aún el alta médica, como se sentía bien se escapó del hospital y regresó andando hasta su pueblo, por caminos conocidos y atravesando tierras que él mismo labró durante tantos años.
Al presentarse en su pueblo, ante su casa, su mujer no le quería abrir.
-¿Quién es?
-Yo.
-¿Y quién eres tú?
-Yo. Abre.
-Lo siento. Pero no le conozco.
-Que soy yo, mujer.
La voz le salía rara, enmarañada entre las gasas que le cubrían la boca.
-No abro a desconocidos. Váyase.
-Abre, te digo.
-Como no se vaya, voy a llamar a mi marido.
-Yo soy tu marido.
-Imposible.
-¿Por qué?
-Porque mi marido se encuentra en el hospital.
-O sea que no lo puedes llamar.
-Llamaría a mi hijo.
-¿Quieres hacer el favor de dejarte de puñetas y abrir la puerta de una vez?
-¡Pero bueno, oiga! ¡Qué maleducado y pesado es usted! ¡Ni que fuera mi marido!
-Es que lo soy. ¿Cómo te lo tengo que decir?
-Ya le he dicho que mi marido está en el hospital.
-No está en el hospital. Está aquí, y lo único que quiere es entrar en su casa, si me dejan, comerse una sopa de ajo, beberse una copita de vino y echarse un rato en su cama.
Fue entonces cuando mi abuela creyó reconocer la voz de su marido y trayendo una silla de la cocina se subió en ella y asomó la cabeza por encima de la tapia del patio y lo vio allí, con media cara vendada, parado ante la puerta.
Me recuerdo con él, a su lado, paseando por caminos, tan fácil como alargar una mano y arrancar una pera, una granada, almendrucos, uvas.
Apenas sabía escribir ni leer, pero gracias a él aprendí todo lo que hay que saber sobre los muchos lenguajes que atesora el silencio, y sobre todas esas cosas que hoy en día ya no interesan a nadie: la bondad, el respeto, la dignidad y la libertad.
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