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1577: Un año mágico para Toledo
Por alguna secreta razón, la vieja capital histórica de Castilla atrajo aquel año con el magnetismo de su poderosa poderoso imán a estos tres espíritus que cambiarían la pintura, la religión y la poesía
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Por una de esas encrucijadas del destino, en 1577 pasaron por Toledo, sin coincidir, tres personajes clave en el arte, la cultura y la espiritualidad españolas: El Greco, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Por alguna secreta razón, la vieja capital histórica de Castilla atrajo aquel año con el magnetismo de su poderoso imán a estos tres espíritus que cambiarían respectivamente la pintura, la religión y la poesía en España. El Greco llega ese año a Toledo, que no será estación de paso sino meta perdurable para su magno proyecto artístico. En cuanto a Teresa y Juan, ya habían tenido su encuentro, de extraordinaria importancia para la historia de la mística, en 1577 en Medina del Campo. San Juan de la Cruz llegaría en diciembre sujeto a una infame prisión, secuestrado en Ávila y trasladado con alevosía y nocturnidad al Carmen toledano, donde sus propios hermanos calzados lo tuvieron recluido en las más degradantes condiciones durante nueve meses hasta su fuga.
Las estancias toledanas de los dos reformadores presentan puntos de contacto, si bien las condiciones de la estancia de Santa Teresa fueron incomparablemente más gratas. Fundamentalmente, ambas fueron generadoras de literatura, fuente de inspiración para empresas monumentales, como Las Moradas o el Cántico espiritual. De otra parte, en los dos casos se traza un camino de ida y vuelta. Ambos tenían raíces familiares directas judías y toledanas. Teresa en el mismo Toledo y San Juan en la villa de Yepes. De algún modo, ambas estadías son forzadas. La santa encuentra refugio en su Fundación toledana, la del antiguo conventito de San José en la actual calle de Núñez de Arce, junto a la capilla de San José que el año Greco nos ha permitido visitar y apreciar en todo su recoleto esplendor. Con 62 años y precaria salud, la Inquisición la tiene en su punto de mira y acaba de secuestrar sus memorias. Los calzados, otra bando de su propia religión (como entonces se llamaba a cada orden religiosa), son sus más encarnizados enemigos y están amenazando con frustrar su magno empeño reformador.
En este marco, por obediencia, la Santa escribe iluminada, compulsivamente, en tan solo dos meses, un tratado del alma humana y de su comunicación con Dios a través de la oración que se titula Las Moradas. El alma viene a ser un castillo de diamante compartimentado en diferentes estancias o moradas, en cuyo centro o palacio se produce o puede producir el encuentro con la divinidad. Todos lo poseemos, todos estamos en él, pero los más no pasamos de la ronda exterior y no osamos asomarnos a la sala principal. Con esa mezcla de sabiduría y acervo popular que caracteriza a su prosa, la santa matiza entre «estar y estar». El estar consciente frente al inconsciente. El que, sirviéndose de la oración, franquea el paso al reducto de la conversación con el Señor del Palacio, con Dios; y el que se limita a deambular por los adarves y almenas de la ronda exterior. Para atender el silbo del pastor que nos llama hacia dentro, hay que desconfiar de nuestras mentes («nuestros pensamientos que muchas veces nos engañan») y escuchar al corazón.
San Juan, padre que (en palabras de Santa Teresa), «aunque chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios», «alma a quien Dios comunica su espíritu», fue sistemáticamente torturado durante nueve largos meses en el desaparecido Carmen calzado, esa explanada sobre el puente de Alcántara en la que tantos años se celebró el mercadillo del Martes. Tirado en el refectorio con un tazón de agua y un mendrugo de pan reseco, sufría semanalmente la disciplina circular: los frailes comensales al levantarse, lo azotaban uno a uno, algunos con singular saña. Los grupos humanos, al parecer, se afianzan en el castigo al disidente. Pese a su pequeña estatura (el medio fraile de solo un metro cincuenta y cinco), jamás profirió una queja, jamás pareció flaquear la firmeza de sus convicciones, su fe inquebrantable en la misión reformadora que había asumido junto a Santa Teresa. Aquella noche atroz pero luminosa en que se fugó sirviéndose de las sábanas de su catre y en que deambuló por las rúas y plazuelas del viejo Toledo hasta recibir auxilio en el conventito de San José, el mismo en que meses atrás Santa Teresa iniciara la redacción de sus Moradas, fue germen del núcleo de su mejor poesía, la que quizá nunca habría escrito de haberse hecho cartujo desoyendo la propuesta de Santa Teresa.
Santa Teresa, conocedora de las maldades infligidas a su gran colaborador, se extrañaba de que el Ser Supremo pudiera consentirlas, al tiempo que de algún modo envidiaba la enormidad de la prueba, lo terrible de ese sacrificio. La lírica de San Juan como la prosa de Santa Teresa nacen ambas del dolor, del acoso, de la intransigencia, que no solo no alcanzó a anular su luz sino que, de algún modo paradójico, la irradia y propulsa.
Como escribió Gregorio Marañón, «en un Toledo con memoria y con alma, una de las máximas conmemoraciones permanentes debiera ser la del recuerdo de Santa Teresa». Y de San Juan de la Cruz, nos permitimos añadir.
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