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Los marcos cotidianos
«Llegué a corroborar, con Marañón, que, como en mi caso, el Greco «es un personaje de Toledo, porque se es del país, de la ciudad que se ama»
He de confesar que no he asistido a ninguno de los magnos eventos (exposiciones, pasacalles) celebrados en Toledo para celebrar al Greco por su aniversario (el de su óbito) durante el año que agoniza. A pesar de vivir en el centro de la Mancha, que dista poco de Toledo. Natural de Albacete, soy de donde hice el bachillerato, al decir de Max Aub, es decir, toledano. En Toledo viví mi algo espinosa y a la vez diáfana infancia, mi peliaguda adolescencia. Y si lo puedo expresar así, trascendí esas edades conflictivas empachado de «grecos». Recuerdo que cuando ya iba luciendo el vergonzante bozo, acompañado de mi pandilla, me adentraba casi todos los domingos por la mañana en la Casa del Greco, en el Museo de Santa Cruz, en el entonces lóbrego habitáculo de la iglesia de Santo Tomé donde se muestra el afamado Entierro.
Para mí, contemplar esos lienzos inigualables, enmarcados por vetusto leño, fue integrar en mis experiencias, sucedidas con inquietante morosidad, un elemento más de las vivencias acaecidas en la rancia, dual y pintoresca urbe. ¿Qué me podría aportar ahora engrosar con mi humilde presencia esos actos políticos, propagandísticos, tan vistosos, encaminados a festejar a lo grande a uno de los contados enormísimos genios de la historia del arte? Tuve, quizá pereza, o tal vez convicción, no sé.
Pasado el tiempo y superado ese arrobo inconsciente frente a la impactante producción del hábil cretense, mi admiración hacia el pintor universal fue en aumento, enriqueciéndose por el conocimiento de los especialistas y las nuevas visitas, ya más sosegadas, a los museos toledanos que albergan esos cuadros inscritos en mi simple cotidianidad. Así, poco a poco, llegué a corroborar, con Marañón, que, como en mi caso, el Greco «es un personaje de Toledo, porque se es del país, de la ciudad que se ama, que no siempre es la que nos vio nacer». Y que fue heterodoxa su enigmática e inefable pintura, no por su supuesto estrabismo, ni por su falsamente atribuido malditismo. Vine, pues, a admitir su misticismo, opuesto al realismo naturalista y derivado en una inclinación vanguardista decantada en una factura ocasionada por la perfecta textura del empaste, donde predomina el primitivismo y el exotismo frente a lo racional. La vanguardia, sabemos, tiende más al invento que a la representación. De ahí la soberbia «sintaxis» de su obra pictórica.
Y luego ese alto sentir que, tras leer a Rilke, hacía aflorar la fuerza del Greco en la potente literatura rilkiana. Como afirma Torrente Ballester, si hasta entonces el ángel, para Rilke, era, sin duda, el emblema de lo bello y sereno, a partir de su contacto con los cielos de Toledo y el Greco, el ángel se convierte en el modelo de lo terrible. Y ese «Todo ángel es terrible», de la primera elegía, proviene de la intensa contemplación ante el irradiante cromatismo de nuestro máximo artista.
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