DESDE EL ALCANÁ

Una estrella llamada Cervantes

Por JOSÉ ROSELL VILLASEVIL

El Príncipe de los Ingenios, una de las más claras referencias históricas para poder dar sentido coherente a la humanidad, no pretendió nunca alcanzar el estrellato; sabía muy bien que, «a quien se humilla, Dios ensalza».

El cuarto hijo del modesto «platicante», barbero y sangrador alcalino, Rodrigo de Cervantes, y de la ejemplar argandeña Leonor de Cortinas, que leyó a Garcilaso desde niño y se le iban los ojitos detrás de la farándula portentosa del gran Lope de Rueda, pretendió toda su vida, única e inútilmente, abrirse camino hacia el reino poético de Erato, así como hacia el imperio cómico de Talía.

Para el primero de los casos, no le «quiso dar su gracia el cielo»; para el segundo, ya se encargaría de arrebatárselo, en ciernes, un «Monstruo» de la literatura apellidado tal de la Vega y Carpio.

Luchó denodada e incansablemente por lograr un mínimo acomodo en la sociedad de su época, y llegó al final de sus días bajo el signo del hombre fracasado -tras la sombra gigante de sus creaciones-, sostenido milagrosamente por la caridad de un noble generoso y por la bendita ayuda de un prelado angelical. Lo que ignoró es que el Destino le reservaba el reinado completo de la Vía Láctea novelística junto a su álter ego, el Caballero de la Triste Figura.

Su otro amigo, Sancho, el manchego honorable que fuese primer astronauta de la historia, tenía reservado como último premio y merced divina, una preciosa ínsula ubicada en la constelación de las Pléyades. Las «Cabrillas» que él decía haber visto de muchacho cabrerizo y visitado luego desde Clavileño, durante tres cuartos de hora, en su viaje estelar con su señor, desde los jardines de los burlescos duques de Villahermosa en la aragonesa de Pedrola.

Hay un personaje inmaterial, inclusive en la ficción, que sostiene con la fuerza de su luz cegadora la grandeza imperecedera de la genial epopeya cervantina, fruto y parto de la sublime imaginación de don Quijote, la inmortal Dulcinea, que tiene su palacio y sus amorosos dominios en el corazón la estrella más brillante de nuestro firmamento, la mítica Sirio.

Ni Cervantes, ni toda la legión de sus «regocijados amigos», sus entrañables personajes, precisan acomodo en estrella alguna, astro o satélite de más o menos reciente descubrimiento astronómico. Ellos, por sí mismos, conforman la galaxia más portentosa del Cosmos.

Voten o dejen de votar en este juego plebiscitario intrascendente; las urnas son para los políticos, con sus coaliciones y sus componendas y «con sus tachas buenas o malas» que diría Teresa Panza.

El sufragio más eficaz que podemos ofrecer a Cervantes, no lo olvidemos nunca -y en nuestro propio solaz y beneficio-, es leer con mucho cariño y atención sus magistrales obras. «Obras son amores», añadiría de inmediato el filósofo Sancho.

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