OPINIÓN
Aquel día en Toledo
Recojo en Toledo, donde permanezco durante una semana antes de regresar a Nueva York, el Premio de Literatura que me concede la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas, una institución que tiene su sede en un edificio al que acudía Teresa de Jesús en sus viajes a la ciudad. El acto transcurre equilibrado : un poco de rigor académico y tradicional y otro poco de frescura y espontaneidad. El salón de la Casa de Mesa está abarrotado . Noto que no hay ninguna «autoridad del nuevo régimen», lo que me prueba el poco interés que genera este tipo de actos entre la clase política. Leo cuatro textos: dos en prosa y dos poemas. Comienzo mis palabras con una cita de Cervantes que resume mi agradecimiento. Doy gracias a la Academia por acordarse de mí, a mi padrino Santiago Sastre, por la generosa laudatio, «a todos ustedes por su presencia», y mi enhorabuena a los otros galardonados. Hablo de lejanía, lo de siempre, de olvido y de reencuentro emocionado. Por un momento se me hace un nudo en la garganta al recordar a mis muertos. Entra una luz vivificadora, de Domingo de Resurrección, a través de los ventanales y llega lenta hasta mi regazo como un perro fiel. Y ahí se queda como dormida.
Entre los galardonados se encontraba Gregorio Marañón y Bertrán de Lis. Sus primeras palabras, después de recoger el diploma, van dirigidas a las que yo he pronunciado. Las hubiera agradecido de cualquiera, pero en este caso me sentí profundamente emocionado por el vínculo familiar del presidente de la Fundación El Greco con su abuelo, el doctor Marañón, al que uno tuvo la suerte y el honor de conocer. Don Gregorio , como ya he contado alguna vez, fue parte de mi infancia y con él aprendí a conocer y a amar Toledo, y en especial al Greco. Tuve la suerte de conocer primero al personaje, luego a la persona y más tarde, en la universidad, al escritor, al humanista, al político, al médico, al hombre renacentista, al prologuista generoso, al amigo de García Lorca y otros miembros de la Generación del 27, al liberal, al sabio, al historiador… Le recuerdo saliendo de misa de doce de la iglesia de Santo Tomé, a veces con «gente de fuera» o en compañía del escultor Victorio Macho , saludando a su amigo Cardeñas, el carpintero republicano que ayudó, con la participación de los vecinos que cedieron sus colchones, a arropar y salvar «El Entierro del Conde de Orgaz» de posibles bombardeos. Le veo ahora mismo, alto, arropado en la capa española, elegante, un perfil de emperador romano, caminando sonriente a la confitería de Rodrigo Martínez a comprar mazapán. No sé si al pasar por la Librería Guzmán (el librero que se manchaba los dedos de tinta cuando arreglaba las plumas estilográficas y vendía Toledo, piedad «para los turistas») miraría de reojo al escaparate en el que, en lugar preferente, estaba su libro «El Greco y Toledo» , que fue para todos nosotros una obra valiente, original y moderna. Recuerdo estar sentado en un banco del Cigarral de los Dolores, mirando atónito la deslumbrante vista de Toledo, mientras esperaba que mi padre terminara de hablar con el famoso médico. Recuerdo vívidamente la fecha y el sonido funeral de las campanas de la Iglesia de Santo Tomé, el 27 de marzo de 1960, el día en que murió. El monaguillo, que siempre estuvo enamorado de la sobrepelliz de don Pedro Ruíz Durón y pasaba la bandeja en la que don Gregorio depositaba un generoso donativo, es el viejo que ahora lo recuerda con emoción y gratitud. Sobre todo lo recuerda dirigiéndose, por la nave izquierda de la iglesia, después de haber escuchado misa en una de las naves del crucero reservada solo para los hombres, a visitar a su amigo Doménikos y a su familia de «El entierro…». Aquellos domingos luminosos de invierno, cuando el barrio era una fiesta, estarán siempre unidos a la presencia de Gregorio Marañón. La muerte se lo llevó en primavera cuando los primeros almendros, en su cigarral, empezaban a vivir.