Ucranianos en Madrid: 103 niños que aprenden a jugar al parchís y preguntan por 'papá'

Los pequeños saben dónde se han quedado sus familiares y los adultos aún se asustan al escuchar el ruido de un avión. Los psicólogos de Cruz Roja se vuelcan con los alojados en un hotel de la capital

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Una familia ucraniana entra en el hotel de refugiados de la capital JOSÉ RAMÓN LADRA / Vídeo: ATLAS

Érika Montañés y Beatriz L. Echazarreta

Ucrania grita. Lo hace allí y aquí, a pocos metros del aeropuerto de Barajas, donde el ruido de los aviones resultaba atronador ayer para los 306 ciudadanos ucranianos que estaban alojados en un hotel de la capital. Aunque les separen 4.000 kilómetros de su país, al escuchar los despegues miran al cielo, se agachan y se llevan las manos a la cabeza, como en un tic de supervivencia. « Me hace pensar en los bombardeos que escuchaba hace unos días en Járkov, la ciudad en la que nací», cuenta Inna, con un hilo de voz que delata el cansancio de haber pasado dos días y medio en un autobús hasta llegar a España.

Un tercio de estos refugiados, aproximadamente 103, son niños . Preguntan todo el tiempo por ‘papá’. Sanos, solo tienen alguna dolencia mínima como el asma. Y más de una madre tuvo que salir corriendo ante la amenaza rusa sin el inhalador. Subsanado eso, la salud no es el problema de estos pequeños con los que se ha volcado el equipo de Cruz Roja Española desplegado en este punto. «Lo que más preocupa a madres y abuelas –salvo unos pocos varones, el contingente lo conforman mujeres con sus hijos– es que observan conductas regresivas en los niños : lloran de repente, tienen problemas para conciliar el sueño y hay que dejarles la luz encendida, muchos han vuelto a hacerse pis en la cama...», cuenta a ABC la psicóloga y coordinadora del proyecto de refugiados en la Comunidad de Madrid, Eva Molina. Eso sí, aprecia, «no han venido engañados: todos saben que su padre se ha quedado en Ucrania ». Inna, que ronda los 50 años, ha llegado con su hija adolescente a Madrid; allí ha dejado a dos hijos varones y a su marido, que se han quedado «a defender Ucrania». Su mensaje es estremecedor: «Yo no creía en Dios hasta que empezó la guerra».

«Yo no creía en Dios hasta que empezó la guerra»

Desde el sábado 5 de marzo comenzaron a alojarse familias ucranianas en este hotel. Parece un remanente pequeño, dentro de un éxodo de más de 2,5 millones de ciudadanos , según Naciones Unidas. No son solo los que hay, sino los que siguen llegando. 379 personas han pasado una noche –están en tránsito– para continuar su camino, la mayoría con dirección a Portugal. Tres chicas jóvenes bromean en la puerta del hotel a media tarde: se han conocido en las últimas horas y ya son como hermanas . Ninguna llega a los treinta. Katia es artista en una ciudad próxima a Odesa, Dasha trabaja en una productora en Kiev y Dila continúa estudiando para ser profesora, también en la capital.

Dasha (izquierda) trabaja en una productora en Kiev , Dila (centro) continúa estudiando para ser profesora, también en la capital y Katia (derecha) es artista en una ciudad próxima a Odesa B.L. ECHAZARRETA

«No sé nada de mi novio, él está en Mariúpol luchando y allí las comunicaciones no funcionan. No quiero escuchar las noticias, si te informas te vuelves loco. El día después de que Putin invadiera Ucrania me puse a colaborar con una asociación y me he dedicado a cocinar para ayudar a la gente que se queda sin hogar, pero sentía que ya no podía hacer nada más por mi país y me he marchado. Quizá aquí en España pueda seguir trabajando como artista», expresa Katia con voz esperanzada.

«No sabemos qué va a pasar, ni cuándo podremos volver a casa, pero incluso si la guerra acaba pronto, la mala situación económica no nos va a permitir recuperar nuestra rutina », opina Dasha. Un voluntario de Cruz Roja está repartiendo a las tres jóvenes pasta de dientes y cepillos para el pelo mientras relatan su historia. «Nos han ofrecido ayuda psicológica, pero es difícil que alguien entienda este sentimiento tan extraño. Ahora mismo lo único que quiero es que mi madre pueda venir aquí conmigo. Ella está sola y vive a unos kilómetros de Kiev. Necesito saber que llegará a España ».

Cruz Roja lo tenía todo preparado desde el jueves anterior y, 48 horas después, Eva aterrizó con todo su equipo. Reconoce agotamiento por la cantidad de horas y el esfuerzo que se está haciendo y explica, junto a la coordinadora de Psicología de Cruz Roja, María Abengozar, las peculiaridades de la intervención de emergencias e infancia que requiere esta crisis migratoria. Con los niños, el objetivo psicológico número uno es que «se expresen, jueguen y que vuelvan a ser niños », porque han dejado de serlo desde los primeros proyectiles. Vieron sus casas arrasadas o escucharon el sonido de las alarmas antiaéreas desde un refugio. Luego pasaron un periplo de infarto hasta arribar a la frontera. Y el viaje a España: han llegado por avión, autobús y algunos con tren hasta Atocha. En menos casos, coches particulares los han trasladado hasta la capital de un país al que agradecen su solidaridad.

Algo distinto ha sido el viaje de Aleksandra que ha venido en su propio coche desde Odesa junto con su amiga July, que se ha traído con ella a sus dos niños y regenta un centro de estética en la misma ciudad. Aleksandra tiene una tienda de ropa y dice sentirse frustrada porque su familia, sus padres y sus hermanos, no quieren abandonar su casa . «Ellos creen que su sitio está allí, en Ucrania, y no he logrado convencerlos de que están en peligro y de que Europa es un refugio para todos nosotros».

July y Aleksandra han llegado a España en su propio coche desde Odesa B.L. ECHAZARRETA

Una unidad de Cruz Roja Juventud llega al hotel por la mañana y otra por la tarde para enseñar a los niños a jugar al fútbol. «Están aprendiendo el parchís , hemos traído cuadernillos típicos de Rubio , les enseñamos expresiones latinas...», comentan los trabajadores de la organización humanitaria.

«Hemos pasado 24 horas sin dormir . Solo queríamos llegar aquí. Paramos en Moldavia y en Francia y al fin hemos podido descansar. No tenemos ningún plan, tal vez lo más sensato sería aprender español y quedarnos aquí para ganarnos la vida. Aún nos queda dinero, pero no por mucho tiempo», relata July. Al preguntarle por cómo ve el conflicto afirma que en su círculo más cercano conocía a algunos amigos favorables a Rusia, pero que en las últimas semanas han dejado de serlo. «A Putin ya no le quedan amigos ucranianos », sentencia.

Dentro del hotel se ha instalado una ‘oficina’ que es como una pequeña torre de Babel. Trabajadores sociales, psicólogos, abogados, mediadores, traductores, voluntarios y personal de coordinación se desvelan en dar el calor que necesita el refugiado, a las órdenes, sobre todo, del Ministerio de Inclusión.

Respecto a los adultos, Molina describe: «Son gente muy ordenada. Es una s ociedad que no muestra mucha debilidad , está en su cultura. Pero no se lo esperaban. Tenemos sesiones psicoeducativas en las que les explicamos las consecuencias de un conflicto en la salud mental. En realidad, son personas de clase media-alta, muy apegadas a sus profesiones, a los que de repente se les ha fracturado la rutina y la dinámica familiar».

Entre las presentes hay maestras, arquitectas, ingenieras ... «Ahora no saben si algún día podrán volver a ejercer su oficio. La lucha es contra la ruptura radical de su propia identidad», remarca la psicóloga. «A muchos les cuesta hablar, y hay que respetarlo. En otras crisis tardan hasta un año en comenzar el desahogo emocional», añade Abengozar, responsable de todos los equipos de atención psicológica en la oficina central de Cruz Roja. « Tienen miedo a romperse : si caen ellos, sufrirán los menores que les acompañan», agrega.

Molina, que ha trabajado veinte años con refugiados, diferencia que con otros colectivos vulnerables cuesta explicar «cómo funcionamos» los occidentales. Este problema no lo sufrirán los ucranianos, «muy parecidos a los europeos» , sí el del idioma, un gran obstáculo para su adaptación. La demanda de información es una constante entre ellos, preguntan a las traductoras de Cruz Roja «cuándo podrán volver a su país», pero la respuesta no les apacigua. Y se procura gestionar lo que reciben con todas las cautela. «Insistimos mucho en que solo se les dé la información con la que están seguros », afirma Molina. «Lo que sí une al éxodo de venezolanos, afganos o sirios es que todo el mundo huye. Lo que más agradecen es que les traten como personas. Muchos pasarán de aquí a pisos tutelados de Cruz Roja o al programa de acogida, recibirán permiso de residencia y protección».

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