Una situación inédita
Es inédita la difusión masiva de una imagen de la Iglesia parecida a un cubo de basura
La publicación de la carta del exnuncio en Estados Unidos, monseñor Carlo María Viganò, solicitando la renuncia del Papa Francisco ha conmocionado a la Iglesia. Cunde la impresión de que se han traspasado una serie de límites que hasta el presente se respetaban con escrupuloso obsequio. Es inédito el hecho de que un obispo solicite la renuncia del pontífice y que no sean pocos los que se sumen a esa ceremonia de la confusión. Es inédito que en algunas naciones esté en entredicho el episcopado entero y que el ejercicio de ese ministerio haya entrado en una inusitada espiral de descrédito. Es inédita la difusión masiva de una imagen de la Iglesia parecida a un cubo de basura. Es inédita la situación que se vive en algunos ambientes en del Vaticano. Es inédita la tristeza que ha cundido en el pueblo de Dios y la sospecha que generan quienes dan a entender que nada está pasando. Es inédito que se ponga en duda lo que ha caracterizado a la Iglesia, su pretensión de verdad, su pasión por la verdad.
Tiempos adecuados para el estudio de la historia de la Iglesia, que tiene un efecto lenitivo. Ya san Juan de Ávila, en sus «Memoriales al Concilio de Trento», atribuía los males de la Iglesia, entre otros, a la inhibición de los obispos que no estuvieron a la altura de las circunstancias: «Juntose con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas». Y añadía: «Hondas están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con cualesquier remedios».
Tiempos propicios para un movimiento de reforma que, en el cristianismo histórico, siempre ha comenzado con una renovada conciencia de la santidad personal.
El cardenal Ratzinger, en su «Informe sobre la fe», comentaba: «Debemos tener siempre presente que la Iglesia no es nuestra, sino Suya. Verdadera reforma no significa entregarnos desenfrenadamente a levantar nuevas fachadas, sino –al contrario de lo que piensan ciertas eclesiologías– procurar que desaparezca, en la medida de lo posible, lo que es nuestro, para que aparezca mejor lo que es Suyo, lo que es de Cristo».