¿«Pin parental» o propiedad del Estado?

En el ámbito de la enseñanza pública, la oferta de actividades escolares complementarias se encuentra limitada por la legítima objeción de conciencia de los padres, justamente, en el ejercicio de su derecho a escoger la educación moral de los menores a su cargo

EFE

Isabel María de los Mozos y Touya (*)

Parece ser que algunos «han descubierto la pólvora», necesaria para activar una vieja batalla política falsa. Falsa, por el descrédito del Derecho, causante de que afloren los políticos «antisistema» y sus aliados, caracterizados por desconocer los más elementales derechos de las personas que, sin embargo, sí que reconocen la Declaración Universal de Derechos Humanos, diversos Tratados internacionales y la propia Constitución vigente. Además, esa «vieja pólvora» tampoco es necesaria, salvo para intentar arrinconar con malas artes a los legítimos adversarios políticos. Y lo más probable es que esa pólvora ni siquiera ya pueda explotar, porque está demasiado húmeda. Y está húmeda por tantas lágrimas innecesarias, por tantos desenfoques, desaciertos, fracasos, y otras cosas, como el olvido sustantivo de palabras y valores...

Al llamado «pin» de los padres no se puede oponer que «no son dueños de sus hijos», porque quien afirma esto entonces parece afirmar implícitamente que, el dueño es el Estado. Pero, ni unos, ni otro. Los dueños de los niños son ellos mismos, porque son personas que no han alcanzado la mayoría de edad y, por tanto, son titulares de todos los derechos humanos, aunque en su ejercicio están sujetos a la patria potestad de sus padres o tutores. No obstante, según sus condiciones de madurez, pueden ejercer por sí mismos aquellos de sus derechos que no precisen la intervención de los mayores, según reconocen las normas vigentes. Sin olvidar que es a ellos, padres o tutores, a quienes corresponde ejercer los derechos educativos y, muy en particular -entre otros-, el derecho a elegir el tipo de educación moral y religiosa de los menores, como expresamente reconoce la vigente Constitución española y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (DUDH), adoptada por la ONU (Organización de las Naciones Unidas), donde se declara el derecho preferente de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos.

La propia Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración de los Derechos del Niño en 1959 (integrada posteriormente en la Convención de 1989), precisamente, como desarrollo de los derechos humanos proclamados por la DUDH, cuando éstos se predican de la infancia, es decir, de quienes no han alcanzado la mayoría de edad. Sin olvidar que ya antes, en 1966, la misma Organización de las Naciones Unidas adoptó el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, donde expresamente se dispone el compromiso de los Estados Parte de respetar el derecho de los padres y tutores a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Y este derecho de los padres se reconoce como un mínimo, como algo subsidiario, a continuación del «derecho a escoger escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas», y debe entenderse que, a falta de la efectividad de esta legítima opción (dentro de la oferta escolar plural de iniciativa social, existente en cada caso).

Por ello, en el ámbito de la enseñanza pública -y, con mayor motivo, cuando no haya habido otra opción educativa-, la oferta de actividades escolares complementarias y obligatorias, como expresión de la autonomía de los centros docentes públicos (que, a su vez, debe atenerse al principio de neutralidad pública ), se encuentra limitada por la legítima objeción de conciencia de los padres y tutores, justamente, en el ejercicio de su derecho a escoger la educación moral y religiosa de los menores a su cargo. Porque, evidentemente, el derecho a una educación libre está vinculado a la libertad de conciencia, al derecho a la intimidad personal y familiar, y a la libertad de expresión de quienes ejercen la opción educativa en representación legal de los menores educandos. En fin, el derecho a la propia identidad de los menores , recibida de sus padres -quienes también les dan su nombre-, reclama como parte esencial de su propio derecho a la educación, como dirían los constitucionalistas franceses, «el derecho a no ser adoctrinados contra su voluntad».

(*) Isabel María de los Mozos y Touya es profesora de la Universidad de Valladolid

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