Una iglesia llagada
Tras el informe de Pensilvania, no bastan tibios discernimientos ni engañosos escapes
La Iglesia supura por las llagas de la pederastia, de los abusos sexuales y de poder, de las prácticas permisivas de quienes prometieron integridad de vida. Primero fue Chile. Ahora Estados Unidos inicia un largo camino de purificación. El cardenal Daniel N. DiNardo, presidente de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, noqueado bajo los efectos del caso de los abusos sexuales del arzobispo emérito de Washington, cardenal Theodore MacCarrick, y del informe sobre la Pederastia en Pensilvania, ha calificado la situación de «catástrofe moral» y ha dejado claro que una de las causas es «el fracaso del liderazgo de los obispos». Una catástrofe que está produciendo una injusticia «con tantos sacerdotes fieles que persiguen la santidad y sirven con coherencia».
La Iglesia necesita escandalizarse de sus graves males e infidelidades. No bastan tibios discernimientos, ni engañosos escapes. Dice el refrán popular que a grandes males, grandes remedios. Junto a las obligadas medidas disciplinarias convendría añadir una seria reflexión sobre las causas de esas acciones nefandas. Habrá que preguntarse si se han eliminado los mínimos estándares morales para los candidatos al sacerdocio y si el ministerio entró algún día en rebajas. Habrá que reflexionar sobre cuál es la pedagogía sobre las virtudes humanas y las claves de la espiritualidad sacerdotal que se han enseñado. Habrá que revisar la teología moral que se ha estudiado.
El intento de secularización de la vida y el ministerio de los sacerdotes ha sido apabullante en los años posteriores al Concilio. El celibato, por más que se empeñen quienes utilizan esta situación para intentar abolirlo, no es la causa de esta crisis, dado que existía antes, durante y después. Por tanto, no ha podido provocarla.
El obispo de Albany (Nueva York), monseñor Edward B. Scharfenberger, se ha dirigido a los fieles «que se están sintiendo traicionados y abandonados por sus padres espirituales, especialmente los obispos», para recordarles que se pueden, y deben fortalecer las reglas y reglamentos y sanciones ante comportamientos destructivos y malvados. Pero en el corazón de quienes cometen estos actos «más que un desafío a la ley, esta es una crisis de espiritualidad profunda».