Donar sangre con mascarilla en el Madrid del coronavirus
Enfermeras a pie de camilla sufren falta de material, tras los robos de mascarillas registrados en los hospitales madrileños. Pese a todo, el ánimo es bueno. «No queda otra», dicen
Coronavirus en directo
-kKdE--1248x698@abc.jpg)
Este texto no es un llamamiento a donar sangre. Los hospitales madrileños tienen, por ahora, más que suficiente, tras una avalancha de más de cuatro mil donaciones en los últimos días. Sin embargo, las plaquetas tienen una duración limitada, de apenas cinco días . Por ello las autoridades sanitarias han puesto en marcha desde este lunes un programa de «donación controlada», con el objetivo de racionalizar las aportaciones y evitar aglomeraciones en las salas de donación. Tan solo quién reciba un mensaje del Centro de Transfusión, a través de SMS o correo electrónico, debe acudir.
«Ante las directrices emitidas por las autoridades de permanecer en casa para frenar la epidemia y la necesidad de mantener las reservas de sangre, solo citamos al número de donantes que es estrictamente necesario. Por ello tu donación es IMPRESCINDIBLE . Si has tenido fiebre o síntomas respiratorios en los últimos 15 días, por favor, no acudas. Si no es así NO FALTES».
Como todo en los últimos días, el mensaje emitido este lunes por el Centro de Transfusión de la Comunidad de Madrid es diferente a los acostumbrados. Lo recibo vía SMS a las 13:13 horas. Antes de pensarlo ya he decidido ir. Una excusa perfecta para salir del confinamiento. Comunico a mis compañeros que necesito una hora libre, y a mi pareja, que por ahora aún no teletrabaja, le aviso de que voy a salir. Las primeras dudas me surgen cuando estoy en la ducha -tardía, sí, uno de los escasos beneficios del auto arresto domiciliario-.
- «¿Y si me contagio?»
Un asomo de temor me recorre. Soy joven, me digo, no pasaría nada. Pero convivo en una casa pequeña. Un baño, una habitación, media cocina. Si yo lo tengo, mi pareja muy pronto podría tenerlo. La decisión no me corresponde solo a mí.
- Tengo que ir. ¿No te importa, no?
El teléfono móvil crepita en menos de un segundo
- Qué va. Para nada
Decido preparar un pequeño kit. Guantes, mascarilla, gel desinfectante. Un bolígrafo con punta almohadillada, para no tener que tocar el móvil con los dedos (luego resulta que, con los guantes de nitrilo, no hace falta). Echo también el periódico, por si hay que esperar. Lo meto todo en una bolsa del Hipercor bastante amarillenta que encuentro por la cocina.
Como algo y voy a por el coche. Enfilo Arturo Soria. Pocos coches, pero no está tan vacía como esperaba . Igual en la M-30, poco concurrida para la hora, que en un día habitual sería punta, pero tampoco vacía. Los paneles luminosos coinciden en el mensaje. «Quédate en casa», dicen.
-kO8G--510x349@abc.jpg)
Tardo muy poco en llegar al hospital. Fuera, las calles colindantes sí están casi vacías. Muchos llevan mascarilla, algo que, quizá porque llevo encerrado desde el sábado por la mañana -tuve que salir a hacer un recado-, aún no había visto en Madrid. Impresiona un poco, especialmente la escena de una mujer con la cara tapada empujando trabajosamente una silla de ruedas. No están los gorrillas, habituales en esa zona, los autobuses pasan vacíos y apenas hay una hilera de taxis donde otras veces hay dos o tres.
El aparcamiento sí está concurrido. Decenas de coches salen, formando un pequeño embotellamiento en la barrera de salida, aunque casi nadie entra. Una papelera rebosa guantes de nitrilo. Voy directo a la entrada principal, también casi vacía. Cerca, algunos familiares de pacientes -eso lo supongo- aprovechan para fumar un cigarrillo nervioso con la mascarilla quitada. Dos o tres auxiliares caminan deprisa hacia la cafetería de personal, esquivando el quiosco de prensa, « Cerrado hasta nuevo aviso. 13-03-2020 ».
En el interior, de nuevo poca gente. Sigo, como en otras ocasiones, la gota de sangre pegada al suelo, en dirección al sótano tres. Abajo sí hay movimiento, aunque no frenético. Unos gritos lejanos vienen de una sala junto a un ruido extraño, como de aspiración. Unas enfermeras, o auxiliares, hacen un corrillo junto a una máquina de refrescos
-kO8G--510x349@abc.jpg)
-...tiene fiebre desde hace dos días pero su jefe le ha dicho que siga yendo a trabajar…
La sala de espera antes de entrar al despacho de donación esta vacía. Totalmente vacía . Unas gotas de sangre recortadas en cartón dan el toque de color, junto a un goterón pegado en la pared, con pinta de llevar muchos meses observando las sillas con sus ojos amistosos. Cerca, otros carteles, estos nuevos, le hacen compañía:
«Coronavirus. ¿Cómo se transmite? (...) Medidas de prevención (...) Período de incubación (...) La mascarilla solo la deben emplear personas que piensen que están infectadas»
La oficina de donación no suele ser el sitio más concurrido de un hospital, pero esto es excesivo. No sé lo que esperaba, pero no era esto. Creía que habría alguien. El silencio es sepulcral.
-kO8G--510x349@abc.jpg)
De repente, mi móvil grita. «¡Se ha perdido la señal GPS!». Mierda. Se me ha olvidado quitar la navegación (suelo activarla para cualquier desplazamiento por hábito, porque soy como ese tipo de Indiana Jones que una vez se perdió en su propio museo). Una enfermera sale precipitadamente. Primera diferencia. Lleva una mascarilla, quirúrgica, que apenas parece un pañuelo verde arrugado. Es la primera vez. Siempre han ido a cara descubierta.
- ¿Vienes a donar?¿Tienes el mensaje? Sin mensaje no puedes …
La mascarilla deja al descubierto sus ojos negros, que delatan su juventud. Pregunto si hace falta que me ponga mascarilla.
- Desde hoy es obligatorio para nosotras. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo me la pondría.
Me pongo la que traía de casa. Huele como a plástico rancio. Cuesta respirar con ella. Pienso que es uno de los síntomas que, dicen, causa el maldito cabrón microscópico que ha provocado este desmadre. Relleno, con los susodichos guantes de nitrilo puestos, el habitual cuestionario kilométrico. No tengo SIDA, ni fiebre, ni enfermedades infecciosas, ni he viajado a países extraños. Solo a Japón, en octubre, antes de que el mundo colapsara, lo que hace que otra enfermera, algo mayor, consulte un grueso legajo cuando le entrego de vuelta el papel, repleto ahora de disciplinados círculos sobre las respuestas.
- No ha venido mucha gente.
- Hoy eres el primero.
Me dice que tampoco hace falta, porque la respuesta ciudadana el fin de semana fue masiva. Ahora solo necesitan las plaquetas, cuya caducidad, de apenas cinco días, es mucho más rápida que la de la sangre, que se mantiene hasta 42 días.
El reloj marca las 16.23. Enseguida mira mis guantes. De repente caigo. Necesita pinchar la yema para obtener una gota. Nunca he sabido bien si para analizar la sangre, o para qué. El protocolo, en eso, no ha cambiado. Me los quito displicente, un poco cohibido. Apenas llevo con ellos tres minutos. Van a la basura y, para colmo, uno se me cae al suelo.
- Pasa ahí
Puedo elegir box: los dos están vacíos. Extiendo mi brazo izquierdo (soy diestro y luego la gasa me molesta). Pregunto, por supuesto, por el coronavirus.
- Nunca había visto algo así -me dice la de más edad-. No sé de dónde habrá salido esta mierda, pero…
Digo que soy periodista, y que me gustaría escribir sobre lo que vamos a hablar. Primero duda, y luego estalla.
- Aquí bien, pero cuando salimos, vemos que las UVI están hasta arriba. Faltan medios, y si tenemos fiebre, se niegan a hacernos la prueba .
Pregunto si faltan mascarillas
- Sí, y las que tenemos no son como la tuya.
No hay ni un ápice de reproche en su voz, pero me siento más azorado de lo que jamás me había sentido en toda mi vida . En previsión de tener que acudir al Salón del Automóvil de Ginebra, me había hecho con cuatro unidades en la farmacia de mi barrio. Entonces todavía quedaban. Con el Salón suspendido cuando el virus aún parecía casi ajeno a nuestras vidas, llevaban tres semanas languideciendo en el armario del baño. Las otras tres seguían allí, sobre dos botes de protección solar de factor 50.
- Lo siento. De veras. Debí haberosla dado.
Con gusto me habría metido debajo de la camilla.
- No te preocupes. Tú también tienes que protegerte.
Me cuentan que había mascarillas, pero que un robo en los almacenes del hospital las ha dejado bajo mínimos. Una amiga, médico en otro centro, me dice que también ha ocurrido en el suyo.
Pese a la falta de material, a que están en primera línea y a que el mínimo error podría contagiarlas, me sorprende verlas de buen ánimo. Nada que ver con el temor que yo mismo sentía poco antes, o el que ví, el sábado, en los ojos dos empleadas de una óptica a la que tuve que acudir con mis gafas partidas en dos mitades para que me ajustaran la patilla. Pienso que tienen dos huevos bien puestos.
- Estamos de buen ánimo, no nos queda otra , me dice la más joven
Termino rápido, y enfilo la salida. Insisten en que me lleve una cocacola, porque ahí, con la mascarilla, iba a tener difícil bebérmela. También quieren que me lleve merienda, pero acabo de comer y el estómago del prisionero domiciliario no da para tanto. Me marcho, sin dejar de decirles tres veces que ánimo, que qué orgullo y que enhorabuena por su trabajo. Me da la impresión de que necesitaba yo decirlo mucho más que ellas oírlo.
Antes de pasar por delante del goterón de ojos amables me doy cuenta de que tengo que volver. Se me ha olvidado pedir que me sellen el tiquet del aparcamiento. Con el resguardo en el bolsillo, enfilo, ahora sí, la línea de gotas pegadas en el gris y anodino suelo de granito. Al llegar a los ascensores, un joven con una chaqueta del Real Cuerpo de Celadores, rezagado de un grupo de otros cinco o seis, me pregunta a qué piso voy. A la salida, le digo. Da al botón con el codo. Tiene práctica, parece.
- Llevas la mascarilla quitada, le señalo.
- A los eventuales sí os hace falta. Nosotros aquí nos inmunizamos , generamos anticuerpos.
Bromea con una risa mínima, quizá para soltar tensión. Esa risa me suena de otro mundo. De otra época. Me bajo en la planta de salida, y él continúa subiendo, imagino que a ayudar a los madrileños que estarán entrando a decenas por las puertas de Urgencias.
Cuando salgo a la calle, en Madrid chispea y hace un frío del carajo.
