La década del 2010: la pantalla, la mujer y el algoritmo

A las puertas del 2020 todo cambia, el mundo parece devuelto a una historia que decían acabada

Hughes .

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La década comenzó con los efectos de una crisis económica y acaba a la espera pesimista de otra. Es como si nunca nos hubiéramos repuesto del todo. Empezamos siendo más pobres y asumimos ahora que el dinero está en otra parte del mundo. Década low cost, de ajuste de expectativas. Lo que vivimos antes no se recuperó, y el ciclo no nos trajo de vuelta al punto anterior, sino a otro lugar desconocido.

Y a las puertas del 2020 todo cambia, el mundo parece devuelto a una historia que decían acabada. Resulta tan apasionante como inquietante.

En España la década comenzó con Zapatero y acaba con Pedro Sánchez . De todos los caminos que pudo tomar la izquierda, al final solo le quedó el de la explotación de las minas abiertas por ZP. Todo lo que apuntó uno podría recogerlo, maduro, el otro. Entre medias, el «procés», el largo y tortuoso proceso, y el marianismo, que estructuralmente no cambió nada.

La década comenzó con el 15-M, movimiento que metió la revolución del hartazgo en los platós y las instituciones. De ahí salió un joven liderazgo ya instalado que solo consiguió poder municipal y que se tradujo en carriles bicis y aceras más anchas. El ajuste de la crisis lo sufrió el trabajador y no cambió nada salvo la intensidad de la politización y el lenguaje y la orientación de los referentes. Por la pendiente de lo hispano nos iríamos deslizando hacia lo bolivariano (con su otro reverso cultural de trap, reguetón, y lo «latino», única hispanidad no culpable).

Ante la crisis, primero reaccionó la izquierda. En España como en el mundo. Pero la nueva política que era Podemos acabó trayendo a Vox y el centrismo anterior de Ciudadanos.

Si la izquierda fue la primera que se quejó de la globalización, en esta década vimos hacerlo a la derecha. China extendió su poder económico y político, se incorporaron nuevos actores a la globalización y las sociedades occidentales reaccionaron ante el peligro real de la deslocalización reforzando la importancia de lo nacional. La clase media que salió tiritando de la crisis dijo aquí estoy yo . Esa reacción de Estados Unidos, Europa o el Reino Unido recibió muchos nombres y acabó derrotando al pensamiento único encastillado hasta la intolerancia en los campus universitarios (su respuesta se promete temible a la vuelta del 2020). Uno de los nombres recibidos fue el de postverdad, pues la verdad tenía dueños y administradores únicos.

La década que empezara con los discursos elevados y lincolnianos de Obama, el Obamacare y las primaveras árabes (fusión de globalismos y doctrina neocon de las democracias-franquicia) iba a acabar en la retórica de Trump tras la guerra de Siria y sus desastres geopolíticos y la depauperización interna americana acompañada de drogadicción y mortandad blanca. A mitad de década, el «American Sniper» de Clint Eastwood ya tuvo que habernos permitido anticipar el cambio.

Se pasaba de la retórica ampulosa y a veces mesiánica de Obama, que le hablaba al mundo y a la historia en búsqueda permanente del Nobel y el liderazgo global, al tono cómico, televisivo, aislacionista y anti-intelectual de Trump, que le hablaba a los parados de ciertos estados.

Con Trump la telerrealidad se metía en la Casa Blanca. En España, el Sálvame instituía una nueva hegemonía televisiva (Sánchez llegó a llamar en directo como luego haría la Pantoja) y la televisión se hacía también lanzadera política. No desaparecía, se hacía más fuerte escoltada por otras tantas pantallas: ordenadores, móviles, tablets (la década del iPad) que nos hicieron aumentar el consumo de imágenes y textos. El mundo entero tiene la vista cansada.

Con esta tecnología cambiaba la jerarquía de la comunicación. Trump destrozaba con un tuit el prestigio de medios como el NYT o la CNN. Surgía la legitimidad del meme . Los votantes se informaban por las redes sociales y nuestra vinculación con el transporte o la comida pasaba también a ser mediada por la pantalla (Uber, Glovo, Deliveroo…). Netflix y HBO nos convertían en consumidores compulsivos y personalizados de ficción.

En 2010 surgía Instagram y con él un nuevo modelo de influencia y de relación con los demás. Kim Kardashian (de nuevo los realities) se convertía en autoridad mundial y su culo en icono de una mujer distinta, multirracial, nueva e hipersexualizada. Esto no contradecía, sino que anunciaba el mayor cambio social de todos, el de la mujer. No solo por el MeToo o el movimiento feminista de nueva generación, sobre todo por la evidencia de que las mujeres se han convertido en las primeras productoras y consumidoras. Los libros más vendidos fueron protagonizados o escritos por mujeres, la presencia femenina aumentó en Hollywood. La política dirigió sus ofertas a un movimiento de liberación de la opresión patriarcal y las empresas desdoblaron sus productos y servicios pensando en ellas.

Todo se hace y produce ya para una audiencia predominantemente femenina. La tecnología del yo en las redes sociales (el selfie como rúbrica y postura ante el mundo) ha acabado por converger con la política «woke» en la oferta de identidades e interseccionalismo. La izquierda ofrece un bufé libre de sensibilidades frente al privilegio blanco y varón. Detrás de este mundo de yo soberano y tecnológico sigue la amenaza paranoide del control corporativo con la economía de datos y el algoritmo. Sospechamos que ese narcisismo nuestro, ese yo soberano, pueda estar intervenido por los algoritmos que quieren conocerlo mejor que nosotros mismos. Hay dudas de que controlemos nuestro entorno y de que las grandes redes sociales sean ya espacios de libertad posible.

La mano corporativa y tecnológica de los datos media por tanto en una batalla cultural entre la izquierda post Obama, globalista y antinacional y la nueva derecha que superada la pinza del neoliberalismo admite aun un lugar para Dios, la nación y la familia.

En España, por extraño que suene, las guerras culturales empezaron con el duelo entre Mourinho y Guardiola . Zapatero rompió la concordia vinculada al consenso abandonando el sacrosanto relato de la Transición, pero este enfrentamiento deportivo tuvo algo de ensayo previo alrededor de dos formas de ser. Como un Celtics-Lakers de alcance psicológico y político. La virtud socialdemócrata, estetizante y plurinacional hecha sistema (todos los medios, todos los púlpitos, en la interpretación de Roures del espacio-tiempo), auténtico perpetuum mobile de victimismo, contra el lobo solitario de influencia anglosajona, troll y probablemente populista, que denunciaba la hipocresía de una estructura de dominio alterando con ello la pax ibérica e institucional de la Selección y los estamentos.

La década futbolística había empezado con el Mundial de España y los triunfos del Barcelona de Guardiola , el fútbol de toque era incontestable y constituía una especie de enseña ibérica de concordia: matriz catalana, pero «castellanizada» por del Bosque y las delegaciones sentimentales del guardiolismo en Madrid. Pero en algún momento de la década, el tiquitaca perdió su dominio. Mourinho fue contratado para contrarrestarlo y a su manera lo hizo. Él provocó el primer hiato, autor intelectual de la ruptura. Paralelamente al fascinante duelo entre Messi y Cristiano (Nadal-Federer fue el otro gran dualismo), las cuatro Champions posteriores del Madrid acabaron pesando más que el dominio liguero y doctrinal del Barcelona y el fútbol de toque terminó rindiéndose a la velocidad del Liverpool de Kloop o de la Francia de Mbappé. Al final de la década, aquel fútbol de orquestación y rondos que llegó a ser una orgullosa ortodoxia, casi un programa intelectual en maridaje contemporáneo con lo gastronómico (del intelectual orgánico que era Prisa) se vio superado por tacticismos agazapados y velocidades urgentes (negras, egipcias, africanas) que venían de otros lugares del mundo.

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