Claret y la Corona

La fe cristiana y la existencia de una Iglesia libre sitúa al Estado y a la vida política en sus verdaderas dimensiones, garantiza la libertad personal y cierra el camino a las tentaciones totalitarias

Isabel II ABC

CARLOS MARTÍNEZ OLIVERAS (*)

El 24 de octubre se cumplen 150 años de la muerte de san Antonio María Claret, arzobispo de Santiago de Cuba y confesor de la reina Isabel II. Su labor espiritual y pastoral a un lado y otro del Atlántico están sobradamente acreditadas. Su memoria y su legado llegan hasta nuestros días bajo el signo de su divisa: «mi espíritu es para todo el mundo».

No obstante, en este tiempo en que se miran con lupa las relaciones Iglesia-Estado y se pone bajo sospecha a quien se atreve a hacer valer su fe en su vida ciudadana, vale la pena evocar desde esta óptica a quien le tocara vivir entre el palacio y el templo gran parte del turbulento siglo XIX español. (Por cierto, por esa época J. H. Newman en este tema ya dejó claro, en su confrontación con el primer ministro Gladstone, que no había oposición entre religión y ciudadanía: «No veo que haya incoherencia entre ser un buen católico y un buen inglés»).

Ante todo, no podemos caer en la tentación de juzgar con ojos de hoy la España isabelina de entonces. No tendría sentido. Las circunstancias históricas de las relaciones Trono-Altar eran de otra índole. Lo importante es que Claret vivió y entendió los encargos de la Reina como auténtica encomienda vital . No los asumió desde el punto de vista funcional o funcionarial, sino desde el prisma del cumplimiento de una misión eclesial y social mediada por la Corona.

En relación a la integridad, valga una muestra. Claret tuvo que vérselas con una corte llena de camarillas de palacio y un funcionariado en el que, al parecer, no faltaba la «pandemia» de la corrupción y el enchufismo: «Hombres hay que, al lado de SS.MM., siempre están cazando y cogiendo grados, honores, mayores sueldos y grandes cantidades; pero yo nada he cogido, antes bien he perdido» (Autobiografía, 635). Entre los encargos, aceptados y asumidos como misión, destaca la ingente tarea restauradora material, intelectual y espiritual del Monasterio de El Escorial , «que no me ha dado ni me da utilidad ninguna, sino disgustos y penas, acarreándome persecuciones, calumnias y gastos» (Aut. 636). «Es el potro de atormentar a quienes lo han de cuidar», dijo a su sucesor al frente del monasterio.

En segundo lugar, se puede afirmar que toda su relación con la Corona estuvo basada en la libertad y el servicio. Claret fue libre para confrontar a la Reina en aquellas cuestiones que no le parecían adecuadas de su comportamiento privado . (Dos veces interrumpió su ministerio de confesor a causa de escándalos palaciegos íntimos). Y, al mismo tiempo, supo situarse con la distancia justa en la corte española, trabajando denodadamente sin perder el horizonte apostólico y evangelizador: «En estos viajes, la Reina reúne a la gente y yo les predico», escribió a un amigo.

En tercer lugar, la difícil doble fidelidad. La compleja cuestión del reconocimiento del reino de Italia en 1865 (que tanto dolor le produjo a Isabel II por suponer la legitimación de la usurpación y expolio de los Estados Pontificios) le colocó en una posición extremadamente delicada. Por coherencia e integridad, primero tuvo que abandonar la corte y, poco después, por obediencia al expreso mandato del papa Pío IX, regresar junto a la Reina. Su fidelidad a la Iglesia y a la monarca llegará hasta el 30 de septiembre de 1868 (aunque con la Reina siguió hasta el 30 de marzo del 1869, cuando salió de París) en que emprendió la partida al exilio acompañando a Isabel II hacia Francia. Doce días antes, en la bahía de Cádiz, los veintiún cañonazos de la fragata «Zaragoza» anunciaron el destronamiento de aquella Reina de los Tristes Destinos.

Otro servicio de carácter discreto, pero también fundamental, fue el decisivo consejo al Nuncio y a la Reina de cara a la selección y provisión de obispos. Con ello, ayudó a conformar un episcopado de corte pastoral que tendría que afrontar la situación eclesial y social en aquella España que venía herida de las guerras carlistas y se preparaba para afrontar un escenario de desánimo moral y de inestabilidad y precariedad socioeconómica. A pesar de su entrega constante, le tocó sufrir algunas campañas de difamación en las «redes sociales» de la época, con caricaturas e ilustraciones de desagradable obscenidad, dibujadas a «pincel armado» y atribuidas a los hermanos Béquer. Y tampoco se libró de algunos intentos de acabar con su vida, incluido el veneno, aunque no fuera polonio radioactivo.

Situándonos en nuestro tiempo, en España, desde 1978 y amparados en la Constitución de la concordia y la reconciliación, vivimos dentro de un estado aconfesional, en un régimen de separación y colaboración constructiva entre Iglesia y Estado . Ambas instancias están llamadas a entenderse y a trabajar juntas, respetando cada una la esfera propia de la otra, sin prejuicios ideológicos, ingenierías sociales ni, precisamente, «tics» decimonónicos. La fe cristiana y la existencia de una Iglesia libre sitúa al Estado y a la vida política en sus verdaderas dimensiones, garantiza la libertad personal y cierra el camino a las tentaciones totalitarias.

El Estado debe respetar y garantizar la libertad religiosa de los ciudadanos como un valor y un derecho que forma parte del bien común y de las libertades que tiene que proteger y favorecer. Con esto cumple su misión y agota sus competencias. Frente a un laicismo ignorante, intolerante y agresivo, la verdadera «laicidad» del Estado tiene que ver con algo positivo, un espíritu y una sinergia dignos de ser favorecidos y preservados en la búsqueda del bien común.

La libertad, la integridad y la fidelidad siempre llevan aparejadas un alto precio. Después de haber participado en el Concilio Vaticano I, Claret fue perseguido hasta el último momento, llegando a tener que refugiarse en el monasterio cisterciense de Fontfroide (sur de Francia). Allí, en un sereno amanecer de otoño de 1870 nació para la vida que no tiene fin. Sobre una fría lápida los monjes esculpieron estas palabras de Gregorio VII: «Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso, muero en el exilio».

Caminamos en la era digital del siglo XXI con «una Monarquía renovada para un tiempo nuevo» (Felipe VI), pero la esencia de la figura de este santo permanece. Claret es buen ejemplo para hoy, con la justa distancia a su tiempo y contexto, de servicio al Estado y a la sociedad desde su misión eclesial. Buena enseñanza para celebrar el sesquicentenario de un hombre libre, un misionero apasionado y un pastor que, con mirada universal, se entregó al bien de la Iglesia, su nación y sus gentes.

(*) CARLOS MARTÍNEZ OLIVERAS (CMF) es profesor del Instituto Teológico de Vida Religiosa

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