Los capellanes, esa legión de «curas con bata blanca» que también luchan contra el virus

Llevan mes y medio al lado de los pacientes en las camas de los hospitales, en los hoteles medicalizados, en la atención a domicilio

Los capellanes siguen haciendo lo que mejor saben hacer: escuchar y consolar a los enfermos

El sacerdote y médico Juan Jolin, acude a Ifema para atender a pacientes EFE

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Son una legión pero apenas se ha oído hablar de los capellanes durante esta pandemia atroz y lacerante . Estos «curas de bata blanca» también han ayudado a «salvar» a muchos enfermos haciendo lo que mejor saben hacer: escuchar y llevar consuelo. Más de un centenar ya estaban a pie de cama con los pacientes en los hospitales públicos cuando se propagó el Covid-19 y cientos más se han ido incorporando a esta tarea a medida que la curva del número de enfermos empezaba a ascender.

En el hospital de Ifema, en los hoteles medicalizados, en los centros de cuidados paliativos, en las residencias de ancianos, en la asistencia a domicilio. En los espacios más variados e improvisados, los capellanes han ayudado a que los enfermos no se sientan solos. Su presencia ha significado para muchos pacientes un bálsamo de paz y una oportunidad para reencontrarse con sus seres queridos gracias a su labor de mediación. «Hemos intentado serenar tanto a los familiares como a los enfermos y llevarles los sacramentos», explica el padre Iñaki Gallego, capellán del hospital Clínico de Madrid.

Pese a ser testigos directos de la cara más cruel de esta enfermedad, los capellanes han seguido semana tras semana en primera línea de fuego sin regatear tiempo ni esfuerzo. «La Iglesia -asegura el padre Gerardo Dueñas, delegado diocesano de Pastoral de la Salud- hace lo que siempre ha hecho: acompañar a los enfermos y liberar a las personas de sus miedos».

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El padre Javier Langa lleva año y medio en el Sarcu ABC

«Nos llaman muchos ancianos que están asustados»

El padre Javier Martín Langa se ha acostumbrado a vivir pendiente de su teléfono móvil. Allí está su «parroquia» desde que se unió hace año y medio al Servicio Sacerdotal de Urgencias (Sarcu). En esa línea de atención telefónica trabajan a diario 40 sacerdotes desde las diez de la noche hasta las nueve de la mañana. «Somos los guardianes que vigilan la diócesis de Madrid» , asegura. Desde que estalló la pandemia de coronavirus, Javier tiene que hacer más salidas por la noche. «Antes nos llamaban personas que necesitaban desahogarse pero ahora muchos son ancianos que están asustados porque sienten que les ha llegado la hora», asegura este sacerdote de 34 años.

Su periplo cada noche es acudir a la llamada de los enfermos o de sus familiares para confesarles, darles la comunión o impartirles la unción de los enfermos. Algunos están en sus domicilios pero otros están en los hospitales. «En algunos centros privados o residencias de ancianos han sacado a los capellanes porque ‘no pintaban nada’. Me he tenido que confesar de ira varias veces durante esta pandemia», asegura este sacerdote. Su mayor preocupación estos días son los enfermos que mueren solos. «Nadie debería experimentar morir solo», se lamenta. «He visto varias enfermeras dar la mano a los pacientes hasta que mueren y luego seguir con su trabajo».

Durante estas semanas de confinamiento, el padre Javier ha acompañado a muchas personas. «Uno de los momentos más duros ha sido ver cómo una abuela se despedía de sus hijos y de sus nietos a través de una videollamada. Fue desgarrador pero los cristianos sabemos que nos espera una vida mejor en el cielo». La pandemia de coronavirus ha cambiado mucho el corazón de este joven sacerdote. «La sociedad se creía dueña y señora de la vida y nos hemos dado cuenta de que no somos dueños de nada». Pese a lo duro que está siendo esta experiencia, Javier está convencido de que si volviera a nacer «volvería a ser sacerdote».

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El padre Miguel Márquez visita a los enfermos en el hotel Miguel Ángel ABC

«Los enfermos agradecen que haya personas dispuestas a meterse en la boca del lobo»

La vida de este carmelita descalzo ha cambiado mucho desde la irrupción de la pandemia. Acostumbrado a viajar por medio mundo como provincial de esta orden religiosa, el estado de alarma le pilló en Madrid. Pero lejos de cruzarse de brazos, el padre Miguel Márquez enseguida se puso a disposición de la diócesis para colaborar con la labor de los capellanes, que estaban sobrepasados de trabajo en los hospitales. Así fue a parar a uno de los hoteles medicalizados que funcionan en Madrid para garantizar que pacientes con síntomas leves de Covid-19 pueden seguir el aislamiento en el caso de que sus domicilios no reúnan las condiciones necesarias.

Desde hace tres semanas, este religioso visita a los pacientes del Hotel Miguel Ángel, en pleno centro de Madrid y donde reciben atención médica más de 100 enfermos. «La gente necesita romper los muros de la estrechez en la que están metidos. Muchos empiezan a hablarte de su enfermedad y terminan por contarte toda su vida», señala este religioso de 54 años. Las experiencias de vida son muy diferentes de unas personas a otras. Para algunas el Covid-19 «ha sido una oportunidad para descubrir que su vida no iba por buen camino pero a otros los ha hundido en la ansiedad y la tristeza». En medio de ese abanico de emociones, el padre Miguel siente la gratitud de todos los enfermos que reciben su visita. «Para ellos significa mucho que haya personas que de forma desinteresada estén dispuestas a meterse en la boca del lobo para acompañarles».

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«En 34 años de sacerdocio, nunca había vivido una circunstancia similar»

Al padre Julián Nicolás le ha tocado lidiar con la cara más amarga de esta pandemia. La de dar sepultura a los fallecidos, la mayoría por Covid-19. Su parroquia Santa María la Antigua tiene a su cargo el cementerio de Vicálvaro (Madrid). «Los enterramientos se han multiplicado por cuatro desde que se dictó el estado de alarma», comenta. Si en meses anteriores se daba una media de ocho a diez enterramientos al mes, en abril se han producido entre dos o tres al día. El desgaste emocional para este sacerdote es muy grande. «En mis 34 años de cura nunca había vivido una circunstancia así. Los escasos familiares que pueden acompañar a los finados, están abrumados por no haber podido atenderles en sus últimos días, y por no poder acompañarles con toda la familia en su último viaje», asegura el sacerdote.

Muchas de las personas fallecidas eran fieles de su propia parroquia. «A algunos los saludé el último día antes del estado de alarma y a la semana siguiente los estábamos enterrando porque habían fallecido por Covid-19» señala el padre Nicolás, con la voz rota por la emoción.

En estos tiempo de sufrimiento, lo que más necesitan las personas, según este párroco, es afecto y compañía. Una tarea difícil de llevar a cabo cuando la regla de oro para prevenir los contagios es precisamente la distancia social. Por eso, este sacerdote curtido en mil batallas dedica buena parte del día a llamar por teléfono a sus feligreses para asegurarse de que se encuentran bien. «Todos los días doy la misa por los enfermos o por alguien a quien hemos enterrado. Por ahora son misas sin público». Pero el padre Nicolás no pierde la esperanza de volver a ver su parroquia llena de gente.

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El padre Fernando en el centro de cuidados paliativo La Laguna ABC

«Es muy importante

El padre Fernando Aliaga además de ser el capellán del Centro de Cuidados Paliativos La Laguna (Madrid) es médico. Esta doble condición le ha hecho estar siempre cerca de la muerte. Y más ahora que acompaña a los enfermos terminales que también tienen Covid-19. «Es duro porque aquí no puedo decirle a los pacientes que se van a poner bien», asegura. La realidad en estas circunstancias es una losa y por eso su misión es ayudar a los enfermos a encontrar la fe en el tránsito final de la vida.

Para poder garantizar la seguridad de todos los hospitalizados, el centro ha tenido que destinar una planta exclucivamente para los enfermos terminales que también tienen coronavirus. Además se ha visto obligado a blindar las visitas del exterior. Este aislamiento que sufren los enfermos es lo más duro.

«Hoy he hecho la visita a los pacientes y a un señor mayor que le encantan los toros le he dejado la tableta para que pueda ver alguna corrida. Es muy importante que vean que no están abandonados», señala el padre Fernando, quien asegura que reza «mucho» por los enfermos.

Su mayor alegría es que ha visto muchas personas recuperar la fe antes de morir. «He vivido muchas conversiones de personas que habían abandonado la fe». A sus 67 años, el pade Fernando ha aprendido a quedarse con lo bueno.

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