ABC en Wuhan

ABC llega a Wuhan, la ciudad fantasma donde empezó la pesadilla del coronavirus

Antes de que se levante su cierre el día 8, llegamos hasta el epicentro de la pandemia, donde siguen los confinamientos en muchos barrios y los estrictos controles para impedir rebrotes

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Pertrechados con trajes especiales, los revisores de la estación de Wuhan toman los datos de los viajeros que regresan del extranjero para impedir casos importados de coronavirus. Pablo M. Díez | Vídeo: Vallas de dos metros para hacer la compra en Wuhan (AT)
Pablo M. Díez

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Por fin llegamos a Wuhan, donde empezó todo. Donde se desató esta pesadilla que ya siembra de muerte el mundo y se ha cebado especialmente con España. La última vez que lo intentamos nos quedamos en la puerta de embarque de un avión en el aeropuerto de Pudong, en Shanghái. Fue aquel 23 de enero en el que las autoridades chinas decretaron por sorpresa el cierre de esta megalópolis de once millones de habitantes para detener una misteriosa epidemia de neumonía que empezaba a propagarse como la pólvora y a cobrarse las primeras vidas. Recuerden la fecha porque ese fue el día en que nuestro mundo globalizado saltó por los aires. Entonces no lo sabíamos, pero aquel 23 de enero cambió nuestras vidas para siempre.

Y todo empezó aquí, a 10.000 kilómetros de distancia, en una de esas ciudades chinas cuyo nombre en Occidente sonaba precisamente a eso: a chino. Ya no olvidaremos jamás ni a Wuhan ni al maldito coronavirus que, como la peste del siglo XXI, asuela el planeta. Nueve semanas después, China da por controlada la enfermedad justo cuando, convertida ya en pandemia, golpea a todos los países.

Pablo M. Díez, testigo de la recuperación de Wuhan (China)

Con cientos de muertos diarios y los hospitales desbordados, la catástrofe que hoy sufren Madrid, Bérgamo o Nueva York fue la misma que vivió durante los dos últimos meses Wuhan, que concentra 50.000 de los más de 80.000 contagiados que dejó el coronavirus y 2.500 de sus 3.300 fallecidos. Todo ello siempre según las cifras oficiales del régimen, a las que muchos chinos y hasta algunas funerarias añaden un cero más.

Espejo del futuro

Mientras se intenta descubrir la verdad, Wuhan intenta volver a la normalidad con las heridas todavía en carne viva y el miedo en el cuerpo. Pero lo más importante es que es el espejo del futuro en el que pueden mirarse hoy los otros epicentros de la enfermedad Covid-19.

Aunque su aeropuerto sigue cerrado y de aquí no se puede salir hasta el día 8, la apertura de las comunicaciones en el resto de la provincia de Hubei permite llegar en tren . Para ello, hace falta un código QR en verde a través de dos populares aplicaciones de móviles, Alipay y Wechat, que registran los movimientos de sus usuarios y pueden incluir también su historial clínico e incluso si sus contactos han sufrido el coronavirus. Si alguien acaba de volver de otro lugar, el código QR aparecerá en rojo porque tiene que guardar una cuarentena de dos semanas en su casa para comprobarse que no está infectado. Para los extranjeros, y más siendo de un país tan castigado como España, hace falta además un certificado del comité vecinal del edificio donde uno reside acreditando que lleva ahí más de esas dos semanas.

En el tren de alta velocidad de Shanghái a Wuhan, todos los pasajeros van protegidos con mascarillas y hasta capuchas. PABLO M. DÍEZ

Con ese código QR en verde pudimos comprar el billete de uno de los trenes de alta velocidad que lleva desde la costa de Shanghái a Wuhan, a más de mil kilómetros de distancia en el interior, y con ese papelito nos dejaron entrar en la estación de Hongqiao. Previo registro de todos los datos del pasaporte, de la fecha y el lugar previstos para el regreso y, por supuesto, del control de la temperatura con un termómetro en forma de pistola apuntando a la frente: 36,2º. Este mismo chequeo se repite después a bordo del tren, donde revisores con mascarillas y guantes de látex toman fotos del billete, el pasaporte y el certificado de haber pasado más de dos semanas en el mismo lugar. Para el «Gran Hermano» chino , que controla los movimientos de sus ciudadanos a través de las aplicaciones de sus móviles, mucho más extendidas y variadas que en Occidente, el problema son ahora los casos importados de otros países y por eso los extranjeros somos revisados con lupa.

En el tren, que tarda algo menos de cinco horas en recorrer los más de mil kilómetros entre Shanghái y Wuhan, todos los pasajeros llevan mascarilla y los más precavidos se protegen con viseras que les cubren el rostro y hasta envueltos en bolsas de basura sobre la ropa. Donde fueres, haz lo que vieres: el que suscribe parece el inspector Gadget ataviado con un abrigo largo, gorro, guantes, máscaras y gafas de esquí. A 300 kilómetros por ahora, así atravesamos la contaminada China industrial de la costa camino de la también contaminada China del interior, donde las colmenas de viviendas y las obras de autopistas y más vías de tren se alzan interminables entre la bruma gris de campos marrones.

Al llegar a la estación de Wuhan, ya al anochecer, revisores con fantasmagóricos trajes blancos toman los datos de quienes han vuelto del extranjero para vigilar sus cuarentenas. Como en la provincia de Hubei no funciona el código QR de Shanghái, solo el certificado de residencia permite tomar el metro, ya que no hay taxis porque el tráfico sigue restringido. «¡Ánimo ahora para España!» , dice el revisor tras registrar los datos y el número del móvil.

La impoluta modernidad del metro contrasta con el drama de las mascarillas por doquier y hasta de los sombreros con visera a modo de escafandra

El suelo está húmedo y huele a desinfectante en el vagón, donde los pasajeros aprovechan que no va muy lleno para guardar las distancias con los demás. La impoluta modernidad del metro, que hasta ofrece «wifi» gratis escaneando un código QR, contrasta con el drama de las mascarillas por doquier y hasta de los sombreros con visera a modo de escafandra. El futuro era esto: no poder ni respirar tranquilamente.

Al caer la noche, las calles de Wuhan se quedan desiertas por los confinamientos y restricciones para impedir rebrotes del coronavirus. PABLO M. DÍEZ

Por las calles del centro, desiertas, solo pasa un autobús vacío y un par de jóvenes ciclistas en dirección contraria. En la ribera del Yangtsé, bajo los rascacielos iluminados donde sus vecinos siguen todavía confinados, los camiones cisterna riegan con chorros a presión.

Para entrar en el hotel Westin, uno de los pocos que admiten extranjeros, nos rocían con desinfectante el equipaje y la ropa y hasta tenemos que pasar por una alfombrilla húmeda por si el virus se ha quedado adherido a los zapatos. Y nos toman dos veces la temperatura, una con el termómetro-pistola y la otra con el de mercurio de toda la vida. Con el abrigo, la bufanda y el gorro a lo «inspector Gadget», este marca 37º y dispara las alarmas en la recepción. Al repetir con menos ropa, los 36,9º nos permiten que nos den una habitación.

«Ahora estamos solo al 20 por ciento de ocupación de nuestras 300 habitaciones. Durante la epidemia, 270 estuvieron ocupadas por sanitarios venidos de todo el país», nos explica la simpática recepcionista, Agnes Wu. Como muchos en Wuhan, espera al día 8 para poder salir y volver a su ciudad con su familia. Al menos, su consuelo es que ha sobrevivido y ninguno de sus parientes enfermó, nos cuenta con una sonrisa tras la mascarilla mientras nos da la tarjeta de la habitación. ¡Bienvenido a Wuhan!

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