Coronavirus

ABC acompaña al cuerpo de bomberos en el traslado de cadáveres de una residencia al Palacio del Hielo

«No cabe decir que no, es nuestro trabajo; lo que más me gusta de él es salvar vidas, pero esto alguien tiene que hacerlo; nosotros estamos siempre dispuestos», dice Ángel Sevillano, jefe del Parque de Las Rozas

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Rubén Serrano Somolinos, a punto de colocarse el traje de protección para evitar ser contagiado de coronavirus De San Bernardo

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El campo se vistió aquel día de un verde intenso; por los fuertes troncos de los árboles parecía subir, frenética, la savia y sobre ellos se alzaban decenas, cientos, miles de dientes de león, tan amarillos que cegaban la vista. El cielo azul, a veces gris por las cortas pero intensas tormentas, se alzaba sobre el terreno. La naturaleza se abría camino al paso del convoy. «Te juro que no he visto la primavera así en mi vida, está tan llena de vida... Y nosotros yendo a buscar a la muerte», lamentaba Rubén Serrano Somolinos , mando intermedio del Cuerpo de Bomberos de la Comunidad de Madrid con destino en el parque de Las Rozas. «La naturaleza sigue su curso, no entiende lo que nos pasa», le respondía Javier López , conductor del vehículo, en el que viajaba ABC, y que formaba parte del tren de salida para una operación encargada solo a este parque de bomberos y que, pese a que jamás pensaron que asumirían ellos, aceptaron sin dudar por su vocación de servicio: el traslado de cadáveres desde las residencias de mayores donde se ha cebado el coronavirus hasta las morgues. «No cabe decir que no, es nuestro trabajo; lo que más me gusta de él es salvar vidas, pero esto alguien tiene que hacerlo; nosotros estamos siempre dispuestos», asegura Ángel Sevillano , jefe del parque. De hecho, cuando se convocó a todos los miembros de la jefatura del Cuerpo de Bomberos a una reunión urgente por una situación «casi bélica» para una labor que iba a ser, en principio, voluntaria, se presentaron casi todos. «Conoces la situación que atraviesa el país y tienes que hacer algo, piden voluntarios y no me cabe otra cosa en la cabeza que ayudar», contó este bombero con 39 años de carrera, que confiesa no haber vivido nunca una situación similar. Algo en lo que coincidía Iñaki Jiménez , que relataba a ABC en el parque de bomberos, con la sudadera y los pantalones de trabajo, llenos de manchas blancas por la lejía, como todos los que hacen traslados: «Para vivir algo así, tienes que irte a los momentos de guerra que vivieron nuestros abuelos; la gran diferencia de lo que he hecho hasta ahora con esto es la magnitud», confesó.

Rubén Serrano prepara el EPI de su compañero Iñaki Jiménez De San Bernardo

Mientras los ojos de Rubén se pegaban a la ventana para mirar lo más de cerca que podía el paisaje, López guardaba la distancia con el coche de delante: la furgoneta de un rojo desgastado con ocho féretros dentro, conducida por David Jiménez y otro bombero de copiloto . A estas cuatro almas les tocaba el ingreso a la residencia Almenara, en Colmenar del Arroyo, al oeste de la comunidad para recoger un cadáver. Al mando, y en el coche que abría el camino de la operación, Ángel Sevillano junto al bombero José Carrillo Redondo .

El furgón con los féretros

El pueblo estaba paralizado. Como toda España. Un hostal cerrado a cal y canto junto a un bar con el plástico echado hablaban de un tiempo lejano. Sevillano bajó del coche, habló con alguien de la residencia y la verja mecánica se abrió lentamente. Salió una mujer con una mascarilla y, sin ninguna otra protección, les entregó a los bomberos una camilla. El grupo se bajó de los coches y abrieron de par en par el furgón con los féretros . Sacaron uno al exterior y lo abrieron. Una tela blanca inmaculada con volantes vestía el ataúd, que fue frenéticamente desinfectado con un enorme pulverizador a presión de color azul de 10 litros (una parte de lejía y nueve de agua). Con él y otros pulverizadores pequeños desinfectaron también los equipos de protección individual y las botas. «Esto mata al bicho en segundos, se usa la misma disolución para el cólera y el ébola», explicaba Carrillo. En la parte de atrás del tercer coche se abrió una especie de bandeja con todo el material: aparte de los EPI, guantes (tres por persona), mascarillas (dos persona) y gafas antisalpicaduras. El procedimiento era milimétrico. Todos los que iban a ingresar se vistieron controlados por sus compañeros y fueron rociados con lejía una y otra vez , casi de forma obsesiva. «Mínima exposición, máxima seguridad», explicaba Sevillano que recuerda en estos momentos uno de sus mensajes más repetidos a lo largo de sus casi cuatro décadas de carrera: «Los bomberos están siempre disponibles y orgullosos de servirles».

Detrás del EPI y las gafas apenas se podía respirar, el calor del traje y el de la temperatura exterior apremiaban. Cuando todos estaban listos, subieron la camilla por una pasarela al vestíbulo principal de la residencia, coronada por una imagen del Cristo de Medinaceli. En la pared, la frase: « Las arrugas son las marcas de las sonrisas ». Antes de entrar, otra vez lejía, esta vez en las suelas de los zapatos. El recorrido hacia la habitación era muy corto. Dos o tres cuartos casi vacíos a izquierda y derecha; de uno de ellos salió una abuela cogida del brazo de una mujer; en el pasillo principal, un joven africano miraba la entrada de los bomberos al tiempo que estiraba los brazos para ponerse desde la cabeza un EPI que parecía hecho con una bolsa de basura. Después de las pertinentes gestiones del jefe supervisor, Rubén fue el guía de esta patética procesión . Desinfectó todo lo que estaba a su paso: suelos, picaportes y una pequeña puerta de acceso a la habitación donde estaba el cadáver. En la puerta diminuta se apoyaba la mujer que había traído la camilla y a la que Rubén le pidió el paso para echarle lejía a todo lo que se encontraba por el camino.

Cubierto con un sudario

Al ingresar a la habitación se sintió detrás un fuerte portazo. Allí quedaron en soledad los bomberos y el cuerpo. Estaba cubierto con un sudario donde estaba escrito su nombre, descansando en una cama central. Había otras dos a su lado flanqueándola, vacías. En un costado del minúsculo cuarto había amontonadas unas diez sillas de ruedas . ¿Serían de otros fallecidos? Eran huellas, en cualquier caso, de otro tiempo mejor. El sudor recorría los rostros de Rubén, Javier, David y Vicente y les empañaban las gafas. Calcularon el peso y levantaron el cuerpo, mientras Rubén les observaba y daba las órdenes para ponerlo en la camilla. Cubrió el cuerpo con otro sudario y volvió a desinfectar. El cuerpo salió ante el desfile de los ojos del personal de la residencia. Pero en sus miradas no había sorpresa. La retirada de cadáveres se convirtió en una rutina, una rutina maldita . Al salir de la residencia, no se podía dar un paso más sin recibir la dosis correspondiente de lejía: esta vez, en las suelas de los zapatos. Los bomberos bajaron el cuerpo por la rampa de acceso, lo alojaron cuidadosamente en el ataúd y lo cerraron. Y allí se puso punto final a una vida. El ruido del golpe seco del féretro chirriaba como el de la cinta aislante recorriendolo para precintarlo. Había nacido en 1937. «Tenía 82 años, como mi abuelo», dijo uno de los bomberos.

Iñaki Jiménez prepara los féretros en el Parque de Bomeros de Las Rozas De San Bernardo

El procedimiento para quitarse los trajes se volvió más exigente, si cabe. Carrillo apareció con unas cuantas bolsas de basura y las colocó en el suelo: una para los EPI, otra para material para tirar y comenzó la desinfección. Un compañero rociaba con el pulverizador a otro y era observado mientras se quitaba el traje. Paso por paso. Parte por parte. A Rubén no se le escapaba ni un solo movimiento de su compañero. Cuando le tocó quitárselo a él, decía: «ponme lejía aquí y aquí». No es miedo, es respeto. «Es el procedimiento que hay que seguir, pero aparte de eso temes por tu familia: vivo con mis padres, son mayores y tomo todas las medidas que hagan falta, pero aún así estamos aislados». El olor a lejía ya con el traje quitado era insoportable. «He estado con mucha tos y pensé que era el coronavirus, pero es la lejía», contaba Iñaki. «Al principio fue duro; es como el primer accidente que te toca hacer: no se te olvida en la vida. La primera vez que fui a un traslado lo viví de manera parecida, es un momento complicado; fueron once cuerpos y esa imagen se me quedará grabada para siempre», recuerda.

Al abandonar Colmenar del Arroyo, el operativo se dirigió al Palacio del Hielo . La primavera siguió haciéndose notar y un aguacero hizo bajar la velocidad del convoy al mínimo. Rubén seguía mirando a la ventana recordando a su abuelo mientras miraba el campo empapado. La conversación sobre la idoneidad de tener a un abuelo en las residencias se hizo inevitable, pero también charlaron de economía y de cuándo acabaría esta pesadilla. Intentaban mantener el humor pero era difícil. En el propio parque las cosas cambiaron. Los bomberos ya no se sentaron juntos en torno a una enorme paella: las mesas estaban separadas, cada uno tenía su comida y el contacto desapareció. Rubén pasó sus 24 horas de guardia con un frasco limpiacristales debajo del brazo en donde había mezclado su propia fórmula: colonia, lejía y agua. «Hay que cuidarse», decía una y otra vez mientras sonreía detrás de la mascarilla.

Llegada al Palacio del Hielo

Al llegar a la morgue, Sevillano recordó los momentos que vivió cuando aquel lugar era solo una pista de patinaje. «He pasado muy buenos ratos allí», dijo antes de quebrarse. No quería llorar, los jefes parece que no tienen derecho y Sevillano llevaba el procedimiento de forma militar, pero en sus ojos se ve el dolor por los compatriotas que sufren y rompió en llanto. «Somos de carne y hueso», se justificó con la voz atropellada por las lágrimas. En la puerta del Palacio del Hielo varias personas con los EPI blancos esperaban a los bomberos. Nada más entrar, se veía un desgastado y patético cartel del día del padre, que separaba la entrada de la morgue, con féretros vacíos apilados, de la pista central. 111. Era 111 féretros en una pista gélida, desangelada, desoladora. Los féretros y la nada. El silencio sobre una pista con gradas vacías, el «espectáculo» bochornoso al que nadie quiere asistir, que nadie quiere ver. Un frío recorrió la columna como un latigazo. Los bomberos acercaron el coche y el ataúd quedó en esa pista, solo, sin acomodar. Sobre el techo colgaban unas luces de Navidad apagadas. Como la vida que allí se quedó tras el golpe seco del cierre del cajón.

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