Francisco Robles - NO DO
Bécquer deconstruido
Eso de la deconstrucción está muy bien para los que no tienen nada que decir o que guisar
Tranquilidad ante todo. Que no cunda el pánico cuando alguien lea el título de este Nodo. No vamos a deconstruir a Bécquer como si fuera la tortilla de papas de un gastrobar, con los papas por un lado y el huevo batido a medio cuajar por el otro, todo servido en copa de martini o similar. Eso de la deconstrucción está muy bien para los que no tienen nada que decir o que guisar, para los que pretenden dárselas de originales a cuenta del hallazgo de otro. Y que conste en acta que las deconstrucciones, como la abstracción o el absurdo, ya no son tan modernas: todo este movimiento surgió hace casi un siglo en aquella Europa que se debatía entre una guerra y otra guerra.
Cuando hablamos de Bécquer deconstruido nos estamos refiriendo a la restauración del monumento que no le pudo diseñar Antonio Susillo, el escultor que se definió a sí mismo como el Bécquer de la escultura. El artista que quiso convertir las Rimas en formas y volúmenes se quedó con esa espina en el corazón, el lugar exacto donde el amor, ángel terrible, nos clava como acero en nuestro pecho su ala. Esto último lo escribió Cernuda en ese poema que forma parte de lo mejor que se haya hilvanado en nuestra lengua: Donde habita el olvido. Verso becqueriano retomado por el poeta de la calle Aire. Hilos que se cruzan para tejer la madeja de la mejor Sevilla, la que no está en boca de los que maltratan con el ripio la esencia de una ciudad llamada a cotas mucho más altas que el pregonerismo o la postal al óleo.
Al ver deconstruido el monumento que sí le diseñó Coullaut-Valera, uno no tiene más remedio que acordarse de aquella Nochebuena fatídica de 1870, cuando los amigos de Bécquer se reunieron para hacer lo contrario con sus Rimas: las vertebraron en un poemario consecuente con los temas que trataban para que viera la luz de la imprenta después de que el poeta expirara con un verso de dos palabras en sus labios. ¡Todo mortal! Sí, todo mortal. Hasta el ciprés de los pantanos que sirve como columna vertebral para el abrazo del monumento, y que va creciendo con los años antes de morirse en los brazos de las tres musas. Porque ese árbol dejará de existir algún día para convertirse en humo, en vano fantasma de niebla y de luz.
Ahí, en esa glorieta donde se alza el mejor monumento de la ciudad, el mármol y el bronce esperan la mano de nieve que sepa tocar las teclas de la restauración. En esta ciudad abonada a los monumentitos de todo a cien, a los muñecos que apenas destacan sobre un pobre pedestal, la figura de Bécquer se alza con esa plenitud recatada que distingue a los grandes poetas y que debería simbolizar la mejor Sevilla. La de Bécquer. La de Susillo. La de Cernuda. La de tantos artistas que siguen enlazados por esos hilos invisibles que tejen el manto que nos protege de la mediocridad y el abandono. Coullaut-Valera asistió al momento en que Viriato Rull le sacó la mascarilla a Susillo tras el suicidio del escultor un 22 de diciembre, aniversario de la muerte de Bécquer. Gracias a Enriqueta Vila, esa mascarilla está junto a la Virgen cuyas manos talló Susillo. Las manos de la Amargura podría ser una leyenda becqueriana. ¿Podría? Lo es.