Crimen de las estanqueras

La última noche de «El Tarta» antes de recibir garrote vil

El Tarta fue asistido por un farmáceutico, hermano de la Santa Caridad, antes de ser ajusticiado junto a los otros dos acusados del crimen

Los cuerpos de las estanqueras y El Tarta ABC

CARLOS ROS

Miércoles, 3 de abril de 1956, nueve de la noche, hoy se cumplen sesenta años . Doce hermanos de la Santa Caridad llegan en coche a la cárcel provincial de Sevilla —conocida como Ranilla, ya desaparecida— y presentan sus cédulas nominales que un oficial de la prisión canjea por unas tarjetas que tendrán que devolver al salir. Se abren a su paso tres cancelas con su empleado de prisión con su llave. Al final, tres pequeñas habitaciones seguidas o locutorio s, con puertas de cristales esmerilados y sus correspondientes mirillas. En la galería exterior, bancos y sillas. Dentro de los locutorios, tres sillas en cada una y una mesita .

Los hermanos de la Santa Caridad montan allí tres capillas y asisten en su noche fatal a tres reos que han de ser ejecutados a garrote vil a las siete de la mañana del día siguiente. Dos mozos, que no entrarán en la prisión, han llevado en un arcón varias cosas: Una botella de coñac, otra de leche , otra de café hecho, un infiernillo, una escupidera , dos toallas y algunos útiles más. Además, una fiambrera con gallina guisada y un paquete de jamón cortado y bollos de leche.

Se hallan también presentes un salesiano, el c apellán real José Sebastián y Bandarán , y dos capuchinos, los padres José de Castro y Hermenegildo de Antequera.

Llegan los reos. En el primer locutorio entra Lorenzo Castro Bueno, alias El Tarta . En el segundo, Juan Vázquez Pérez . En el tercero, Antonio Pérez Gómez . No hay estridencias ni congojas. Extrañeza de los presentes ante la serenidad de los reos.

Los hermanos y los curas hablan con ellos para romper el hielo.

Cuenta uno de los hermanos, de profesión farmacéutico:

El Tarta tartamudea bastante . De ahí el mote. Es listo, simpático. Me informan que en dos ocasiones hubo de ser recluido en celda de castigo por dos meses cada vez. Fue que en cuanto tuvo a su alcance a los dos compañeros les dio una paliza de muerte por haberse «rajado». Que los dos, Antonio y Juan, declararon la verdad enseguida, aunque después, hasta el último momento de sus vidas, siguieran negando e l crimen grande, el de las estanqueras . Confesaban, sí, sus robos y fechorías. El Tarta decía que había sido procesado siete veces e incontables reclusiones por pequeños delitos de carteras y pequeñas raterías. Los otros dos por el estilo.

El Tarta era analfabeto , pero aprendió algunas letras en prisión. Y sabía firmar. A algunos de los presentes les dedicó un autógrafo que decía:

—Lorenzo Castro no a matado .

Y en su tartamudeo añadía:

—Parezco un artista de cine con tanta escritura.

Así discurría la tertulia en la que la consigna de los tres era n egar el crimen por el que iban al patíbulo : La muerte de dos hermanas estanqueras de la Puerta de la Carne, Matilde y Encarnación Silva Montero, crimen que ocurrió el 11 de julio de 1952.

Ocho horas, minuto a minuto, antes del momento final. Cuando los sacerdotes o religiosos entraban en las celdas, los hermanos de la Santa Caridad salían. Si había confesión y absolución, solo ellos lo saben . A los hermanos, en la tertulia nocturna siempre los reos negaron su participación en el crimen.

Llega un oficial de prisiones y saluda al Tarta. Este sabe del problema de este funcionario con su suegra y le dice:

—¿Verdad que, si usted pudiera, me cambiaría por su suegra?

Risa en la sala. O frases que producen en los asistentes cierto escalofrío:

—Yo no veré más el sol... La última diana la oí ayer.

O esta otra:

—Desde luego que mañana saldremos de la cárcel... pero tendidos y con los pies palante.

Los tres reos tienen tabaco. Cajetillas de tabaco negro, rubio, de marca, regalo de los jefes de la prisión. Y ofrecen generosamente a los presentes. El farmacéutico no fuma, pero le dice al Tarta:

—Deme el pitillo , que si tú lo permites se lo fumará una persona de las que yo más quiero, mi hijo, de tu misma edad, 33 años, un poco mejor suerte que tú ha tenido en la vida. ¿Quieres que se lo lleve a él?

—¿Cómo no he de querer? Ahora, en eso de la suerte, un poco mejor que la mía. ¿Quiere que le cuente el comienzo de la mía?

Y el Tarta empieza su relato:

—Tenía unos siete años. Mi madre me compró un traje nuevo, quizás el primero que iba a estrenar. Veníamos para el pueblo muy contentos. Atravesamos la vía del tren y el tren venía y el tren arrolló a mi madre y la destrozó . Con ella, mi traje también. Yo quedé ileso para mi suerte... Mi madre, el traje, el tren, los tres recuerdos son todos mis recuerdos, recuerdos que me han acompañado siempre. ¡ Qué bien si, en vez de ir andando de la mano de mi madre, me hubiera llevado en brazos! Mi padre, siempre borracho. A mi hermano y a mí nos crio en el pueblo, en la calle como se crían los perros de los pobres, comiendo donde daban algo por lástima o echándonos como a perros a golpes ... Un día nos vinimos a Sevilla andando, a pedir limosna... Nuestra primera y casi última vivienda fue bajo el puente del río... Siete veces fui procesado. Multitud de veces arrestado por raterías. Al salir de la cárcel, nadie nos recibía.

A las dos de la madrugada, bajó el director de la prisión.

—Vengo a despediros, a daros mi primero y último abrazo. Habéis sido buenos en esta casa. Todos, como veis, os queremos. Me marcho pronto porque estoy en mi despacho con el teléfono a mano y con un hilo directo con Madrid. A ver si os traigo la buena noticia del indulto .

Como la esperanza es lo último que se pierde, los abogados defensores llegaron ya de madrugada cuando vieron que todo estaba perdido. No había indulto .

A las cuatro de la madrugada, comenzó la misa . La ofició un padre capuchino y habló Sebastián y Bandarán. Y al amanecer, orden de estar preparados para el final.

Últimas sugerencias:

—Por Dios, haced caso de nuestro consejo.

—¿Pero usted confesaría una cosa que no ha hecho? Pues eso hacemos nosotros. Somos inocentes.

Al darle el farmacéutico el último abrazo de despedida, el Tarta le dijo:

—Cuando le dé a su hijo el cigarro mío, déselo con este abrazo.

Y se abrazaron, el farmacéutico con infinita emoción y dolor, el Tarta sereno y frío. Están tranquilos como a primera hora , o sea, sin miedo ni sentimiento. Algo excitados, quizá por los cafés. El Tarta desea hablar y más viéndose oído. Hacía alarde de su mala vida, de robos grandes y de robos chicos, para acabar con la consigna de que robos sí, pero matar no , y que ignoraban que hubiera tal estanco ni haber visto nunca a las estanqueras.

6.30 de la mañana, la hora dispuesta por la autoridad. Los tres reos se abrazan en la capilla del centro ante el silencio de los presentes y ni un sollozo, ni una lágrima ni nada de espectáculo.

El primer ajusticiado fue Antonio Pérez . Bandarán le colocó un pañuelo negro tapándole los ojos . Del brazo del capellán real, con paso vacilante por la falta de visión, salió al patio de la prisión. Pasan el reo, Bandarán, un padre capuchino, varios oficiales, el médico forense y el del establecimiento y algunas otras personas nombradas por la Audiencia como testigos.

A los ocho minutos, avisan que ya ha terminado todo para el primer reo. Ha dejado de latir su corazón . Lo certifica el médico. Los hermanos lo llevan al ataúd y trasladan el féretro a una habitación contigua.

Y así el segundo, que fue Juan Vázquez, y el tercero, que fue el Tarta . Este le dijo al farmacéutico:

—Usted no, porque tiene la cabeza blanca, pero estos señores que son más jóvenes han de conocer, cuando todo esto salga a flo-flo-flote, que saldrá y se aclarará, cómo no fuimos culpables .

A un padre capuchino le dio un paquete de tabaco para que se lo entregara al verdugo con su perdón, porque el «pobre tiene que ganarse la vida» , es su oficio.

Los hermanos de la Santa Caridad llevaron los féretros a una furgoneta y trasladaron los cuerpos de los reos al cementerio , donde fueron dejados en la sala de depósitos.

Cuenta el farmacéutico:

—Horca: es un poste de madera hincado en el suelo. A la altura natural un asiento de hierro como los de las sillas de los paseos. A la altura de la garganta una abrazadera de hierro que sujetará la del reo. Detrás una especie de tornillo que avanzará a girar una palanca y ese tornillo rompe las vértebras y la muerte más que por asfixia es por «puntilla». El verdugo . Hombre bajo, grueso, cara normal, ojos gordos un poco salientes y algo ribeteados, como si hubiera llorado. Nada de antipático ni de cara criminal . Dicen que es agente comercial. Cuentan esto que no es seguro ser cierto. Dicen que se casó y según le dijo a la novia era empleado de la audiencia. Una vez fue a cobrar su esposa y preguntó qué era lo que su marido hacía, qué cargo tenía, y le dijeron que ejecutor de la justicia. Se le aclaró ante su ignorancia: «Es el verdugo». «¿El verdugo?»... y se separó de él . Decía un letrado presente que puede ser motivo para la separación conyugal el ir al casamiento ignorando el tal oficio.

Al siguiente día, funeral en la iglesia de la Santa Caridad, como si fueran hermanos. Al finalizar el responso final, los hermanos con sus cirios azules encendidos pasaron al cementerio para dar sepultura a los tres cadáveres .

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