Francisco Robles - NO DO
Los taxistas del aeropuerto
¿Por qué se le consiente a esos taxistas que ejerzan el monopolio de una parada y que no dejen faenar en ella al resto?
Dicen que entrar en Sevilla es algo muy complicado, y que no está al alcance de todo el mundo. No estamos hablando de los atascos matinales que se forman en las entradas de la ciudad, ni de los coches que bajan desde el Aljarafe, ni del caos del transporte público que es incapaz de vertebrar el área metropolitana. Nos estamos refiriendo -no es criticar, es referir- al hecho intangible de entrar en los círculos más reservados de la ciudad, en esos cenáculos de la pomada hispalense formados por los que mandan en Sevilla… o eso creen. También podríamos echar mano del tópico y definir la entrada en Sevilla como la incorporación a los grupos selectos que se agrupan en torno a las cofradías: juntas de gobierno, opositores de barra de bar, sillas en la Campana o palcos en la Avenida, socios de una caseta de feria, integrantes de una organización que hace el camino del Rocío con Triana o con Sevilla, alias El Salvador… Pero no. Hoy no vamos a tratar el universo simbólico que a menudo se confunde con la realidad, sino de ésta última. Y a palo seco.
Al sevillano que quiere flotar en las plácidas aguas del poder sin señalarse le gusta contemplar un punto indeterminado del paisaje urbano: el otro lado. No es el Aleph de Borges donde se resume, en un punto, todo el universo. No. Se trata de mirar hacia otro lado en el sentido estricto del término. Un poner. Si hay un conflicto perenne en el aeropuerto por mor de unos taxistas que han hecho de aquel lugar su territorio comanche, el concejal de turno, el alcalde de turno o el subdelegado del Gobierno de turno miran hacia otro lado. No vaya a ser que de pronto sean conscientes del problema y quieran arreglarlo. Eso fue lo que le pasó a Blas Ballesteros, más conocido como Blacky en las cañerías del partido que manda en Sevilla desde hace más de treinta años, ora desde la Plaza Nueva, ora desde San Telmo y siempre desde la Diputación. Ahí mismo ha terminado este Ballesteros que podría haber protagonizado alguna novela ejemplar de Cervantes si hubiera vivido en los albores -esta palabra pide pregón- del siglo XVII.
Cuando fue delegado de Tráfico, Blas Ballesteros quiso solucionar el espinoso y enconado asunto de los taxistas que han hecho del aeropuerto su coto de caza al turista. Por enfrentarse con ellos sufrió hasta pintadas en los muros del colegio al que llevaba a su prole. En su momento salimos en defensa de este vividor de la política: la libertad es lo que tiene, que uno puede alabar o criticar al mismo tipo según sea lo que veamos en cada momento. Desde entonces todo sigue igual, como en la canción de Julio Iglesias. Algo inadmisible en un Estado de Derecho con mayúsculas en una palabra y en la otra. Algo que no debería consentir esta ciudad que quiere vivir, encima, del turismo. Algo que sucede todos los días sin que nadie responda a la pregunta del millón. ¿Por qué se les consiente a esos taxistas que ejerzan el monopolio de una parada y que no dejen faenar en ella al resto de sus compañeros de gremio?