Reloj de arena

Joe Tarzán: La vida a golpes

Le gustaba vestir bien. Abrigos largos, trajes de chaquetas a rayas, zapatos relucientes, alguna que otra tumbaga

Fotografía de estudio de Joe Tarzán, muy de los sesenta, donde se aprecia la envergadura del boxeador sevillano con el que Urtain se negó a pelear ABC

Félix Machuca

No descarto que, en los momentos más dulces de su carrera, Joaquín López, que ese era su verdadero nombre de pila, hubiera suscrito aquella vanidosa visión que de sí mismo tenía Muhammad Alí: soy rápido, soy guapo, soy el mejor. Joe Tarzán fue una estrella fugaz del pugilismo sevillano de los sesenta y setenta, que ponía a reventar la base de Morón, donde pudo demostrar que era rápido, guapo y el mejor de los que por allí boxeaban. Un amigo de la infancia, que lo recuerda con muchísimo cariño, evoca una noche triunfal de Joe Tarzán en la base. Le pusieron por delante a un negro mandinga, alto y musculado, que espantaba por su planta y agresividad. Este amigo le rogó que no subiera al ring, que lo iban a pasar por la trituradora.

Pero Joe Tarzán, alias pugilístico muy de la época, subió a la lona, miró sin acoquinarse los ojos del negrata y le endiñó una paliza de las que hacen época. No es que saliera de la base en parada triunfal por la V Avenida como la que le prodigó Nueva York a los astronautas que pisaron por primera vez la luna. Pero me asegura su amigo que fue algo parecido.

Le gustaba vestir bien. Abrigos largos, trajes de chaquetas a rayas , zapatos relucientes, alguna que otra tumbaga de colorao en sus dedos y una facilidad enorme para, con la derecha o con la izquierda, golpear el rostro roñoso de la austeridad y gastárselo cuanto antes mejor el dinero que tenía. Guapo y fajao.

«Acabó desbaratado soportando los maltratos que un celador, antiguo boxeador, le propinaba, por no haberle perdonado el combate que le ganó»

Así era aquel Joe Tarzán al que, la leyenda urbana, le imputa que Urtain nunca quiso pelear con él por recomendación de su manager, que no se fiaba de la piedra berroqueña que Tarzán llevaba en los guantes. Otros aseguran que todo formó parte de una campaña de promoción del boxeador de Dos Hermanas, de donde procedía aquel portento de la naturaleza. Cuentan que recibió una educación severa, de la de aquellos tiempos y que, en el gimnasio y en el boxeo, el chaval encontró el camino más rápido y seguro para ser feliz. No sabría decirles que vitola de su personalidad antecedía a su fama: si la de boxeador o la de incorregible casanova. Al fin y al cabo era español y como recordaba la publicidad de un famosos coñac de la época, España era tierra de hombres. Y a él le encantaban las mujeres.

«Pronto comenzó a ganar dinero y a gastarlo fácilmente. Gustaba de vestir como un dandi y ser un casanova con las mujeres»

A George Foreman un periodista americano de esos que aparecen en las películas al uso, con gabardina a lo Colombo, mascota tipo Bogart y libretilla en la mano, le preguntaron cuándo pensaba retirarse. Contestó con la efectividad de un tarro de sales en la nariz para salir de un groggy: la pregunta no es a qué edad me retiro; sino con cuánto dinero en el banco…Por las razones que fueran, Joe Tarzán, también se montó en el Catalán y se fue a hacer las barcelonas, por el barrio chino, donde sus rollitos de primavera iban servidos en el plato del sexo barato, ejerciendo de director de recursos humanos de la profesión más antigua del mundo. Tuvo su jerarquía y protagonismo en los bajos fondos. Dicen que fue proxeneta, delincuente y buscavidas.

Por un butrón en una joyería le dieron un pijama a rayas y una cama segura en el gran hotel penitenciario de Barcelona. No había manejado con suficiente astucia lo del dinero en el banco, como predijo Foreman. Y en Cataluña tuvo que buscarlo de cualquier forma y de la peor manera. Estuvo en tierras del tres por ciento seis largos años. Luego reaparece por Sevilla de la mano de Quintín Domínguez, presidente de la federación de Rugby, que quiso aprovechar sus facultades y le dio trabajo. Dicen de Joe que era muy buen tipo pero con pocas ataduras morales. Quintín lo utilizaba para recordarles a sus deudores que los débitos hay que pagarlos… Con absoluta claridad lo recuerda José María Ruiz , Rosco, uno de los pioneros del rugby sevillano, que lo tuvo de compañero en el Macarena. Buena gente pero escorado a la pendencia. Como jugador carecía de los fundamentos necesarios y de habilidad técnica. Lo colocaban en la primera o segunda línea, en la melé. Y no era difícil placarlo de rodillas para abajo.

«Fue un héroe en las veladas de boxeo de la base de Morón, donde se ganó al público americano»

Los militares sí lo placaron bien. Le sobraba tanto ardor guerrero como obediencia al mando. Un amigo se lo encontró haciendo trabajos forzados en el Monte Hacho , Ceuta. Lo habían arrestado por una causa grave. Al parecer, trató de desertar bajo la excusa de salir del cuartel a hacer carrera continua. La hizo, pero en dirección a Marruecos, donde lo detuvieron.

En los últimos rounds de su vida recibió golpes durísimos. Mendicidad, dependencia, desequilibrio. El hombre que, en su poderosa juventud, vistió como un dandi y quemó el dinero, ahora lo pedía en la puerta del Museo de Bellas Artes, como si fuera el espíritu espectral de uno de aquellos miserables que compartían patatas en el célebre cuadro de Van Gogh. Acabó en el Siquiátrico de Miraflores, donde le contaba a las paredes, que un cuidador le pegaba bajo sedación. Era el mismo tipo que, siendo boxeador, tumbó en un combate y que aún le cobraba la deshonra de aquella derrota. Golpes da la vida que ninguna campana salva…

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