Somos la ilusión que nos queda

La ciudad celebró a lo grande sus cien cabalgatas de Reyes Magos en una tarde de primavera adelantada sin ningún incidente digno de mención

Una niña de la carroza «El Tiovivo» lanza caramelos VANESSA GÓMEZ

FRANCISCO ROBLES

José María Izquierdo, el hombre que soñó la cabalgata, murió en Santa María la Blanca, esa calle que cierra y abre al mismo tiempo el secreto de la Sevilla más auténtica: la del barrio judío que se consagró a San Bartolomé. En la esquina de esa calle con la Ronda situó Joaquín Romero Murube el arranque del libro que le dedicó a la ciudad: «Sevilla en los labios». Y allí se apalancó el cronista como si no hubiera pasado el casi medio siglo -media luna creciente para compensar- que lo separan de su infancia. Un sol bajo, unos jardines con la claridad suspendida en el vértigo de las palmeras, una luz de enero recién nacida, como lavada por el agua de la ilusión. Una luz esmaltada en los ojos de los niños y en el brillo de las carrozas . Un cielo tan azul que teñía de añil la retina. Como si la tarde se hubiera puesto de acuerdo con el poeta que soñó la cabalgata hace un siglo.

Cien cabalgatas seguidas. La Estrella de la Ilusión apareció de blanco y plata. Empezó a llevarse esos reflejos dorados que iluminaban su carroza inmaculada. Tal vez el secreto de la cabalgata sea el mismo que envuelve el misterio de la vida. Sin ilusión no somos nada. Sin ilusión no somos nadie . Empezaron a llover los caramelos. Una lluvia dulce que nada tenía que ver con el chaparrón inmisericorde que deslució la salida del pasado año: pasado por agua, se entiende. La tarde apuntaba al Domingo de Ramos que pergeñan los pregoneros. Todo era tan sutil que de un momento a otro podría aparecer Romero Murube en aquella esquina donde sentía la verdad de la ciudad. Melchor se llevó esa luz después de que una carroza de molinillos se la hubiera bebido literalmente. Como decía don Joaquín, Sevilla no es una ciudad de amplios horizontes . Sevilla es un patio, una maceta, un detalle. Es ese fulgor puro de almagre y calamocha pintados de esos colores tan brillantes que nos dieron un pellizco que duró cien años: los mismos que han pasado como un soplo de brisa sin aire.

El cronista fue hilvanando su cabalgata -cada sevillano tiene y cuenta la suya- con esos detalles a veces complementarios, a veces contradictorios. El globo que abría el cortejo de forma alargada -¡ojú!- y parecía otra cosa. La nostalgia del cine Lloréns o de un tren de época que nos llevaba hasta la cercana estación de San Bernardo, vulgo de Cádiz. La carroza del safari rematada por una muchacha de rojo y fuego. La risa continua que una mujer india -en este cortejo la verdad es el disfraz- que derrochaba la alegría y los caramelos. La fantasía de las vidrieras góticas que sostenían un colorido verdiazul , que diría Juan Ramón con su paleta de adjetivos compuestos. El monumento a Bécquer como un ciprés de los pantanos que nos recordaba el título del poemario de Adriano del Valle: «Primavera portátil». «Rosas de luces que se encienden / en explosiones silenciosas / hasta irrumpir en las retinas / en mil fracasos». No son los mil fracasos del poeta vanguardista, sino los cien aciertos de Izquierdo, que ayer divagaba por la ciudad de la gracia en la carroza más conmovedora: la que compartía en efigie con Pepito Caramelos y con Diego Lencina. Emocionante.

La gracia se volvió guasa cuando un vecino de acera le dijo al niño y al colega -voz de copa de balón tras el almuerzo de pinceladas al centro- al paso de un trono egipcio que el romano era el de la Lanzada. Guasa con tomate derramó el Rey Gaspar cuando en ese lugar, frontera taurina de matadero y de barrio torero con nombre de San Bernardo, tiró un capotillo al aire después de brindárselo al público. Por cierto: Izquierdo, el creador de todo esto, salió en la primera cabalgata de Rey Gaspar. Dicho queda para los buenos entendedores que conocen, sin necesidad de que nadie lo explique, la importancia que tienen para la ciudad los que se enamoran de ella y se empeñan en hacer algo mientras el resto se limita a mirar. Dicho queda. Y dicho quedó en la bulla el otro axioma guasón . «Esto ya está aquí», dijo alguien cuando pasó Baltasar.

Pasó la Cabalgata y al fondo, entre una nube de globos y de polvo levantado por los operarios que limpiaban la avenida y tras la fuente intuida de la Pasarela, la luz se dormía como un niño . La misma luz que alumbró a aquellos niños grandes que quisieron llevar esa ilusión a los que no tenían nada. La luz que buscaba Izquierdo en los ojos de los niños que por un día, como la cerillera de Andersen, podrían disfrutarla en forma de humildes juguetes. De aquellos borriquillos con las angarillas llenas de esos juguetes y de los dulces que curaban las precoces amarguras de la pobreza niña, a estas carrozas que cumplen con los cánones del costumbrismo hispalense. Ya sólo falta que alguien escriba la crónica del segundo centenario. Alguien, ¡ay!, que no será el mismo que ayer rebuscó su infancia en los bolsillos más íntimos de la ciudad.

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